LA MEMORIA DEL AGUA - LIBRO TERCERO: DE VALPARAÍSO A LA CORUÑA
La llegada de José Martín Guimaraens Stevenson a La Coruña y la historia de amor con María Caruncho Astray (30 páginas)
Capítulo 22: El flechazo

El vapor alemán Santos entró en la ría de Vigo una mañana de febrero de 1904, escupiendo humo negro de sus chimeneas y haciendo sonar la sirena que anunciaba su llegada. José Martín Guimaraens Stevenson estaba en cubierta, aferrado a la barandilla, sintiendo cómo el estómago finalmente empezaba a asentarse después de tres semanas de mareo constante.
Había cruzado el Atlántico imaginando que sería una aventura romántica. En cambio, había sido un infierno de náuseas, olas gigantes y noches sin dormir en un camarote que olía a aceite de motor y a vómito mal limpiado. Pero ahora, finalmente, estaba aquí. Europa. La tierra de sus antepasados.
Tenía veintitrés años y llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta una carta de aceptación de la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, donde iba a estudiar Artes Mecánicas. Su madre le había insistido en que estudiara, que se preparara, que hiciera algo con su vida más allá de lo que podía ofrecer Valparaíso.
Y José Martín había aceptado porque necesitaba alejarse. Alejarse de su madre Virginia, que acababa de casarse con Romualdo de Silva Cortes, un abogado de veintidós años que era amigo suyo. Romualdo tenía su misma edad. Era como si su madre hubiera decidido casarse con su generación en vez de con la suya. José Martín no podía quedarse a ver eso.
Vigo
Bajó del barco con una maleta de cuero y una mochila llena de libros. El muelle estaba atestado de vendedores ambulantes, porteadores que ofrecían sus servicios a gritos, mujeres vendiendo pescado que olía a océano y a sal. José Martín se abrió paso entre la multitud, buscando la oficina de la compañía naviera donde podía recoger su equipaje grande.
Galicia no se parecía en nada a Chile. El cielo era gris, amenazando lluvia. El aire era frío y húmedo, se te metía en los huesos. Las casas eran de piedra, sólidas, antiguas, construidas para durar siglos. En Valparaíso, todo era temporal: edificios de madera que se quemaban en incendios o se derrumbaban en terremotos. Aquí, todo parecía permanente, inamovible, como si el tiempo se moviera más despacio.
José Martín encontró una pensión cerca del puerto. La dueña era una viuda gorda que lo miró con desconfianza hasta que él habló en español—un español con acento extraño, musical, que la mujer reconoció como americano.
—¿De dónde es usted? —preguntó mientras lo guiaba escaleras arriba.
—De Chile, señora. Valparaíso.
—Ah, las Américas. Tengo un primo que se fue a Argentina hace veinte años. ¿Conoce Argentina?
—Sí, señora. Está al lado de Chile.
—¿Y es verdad que allá hay indios salvajes que comen gente?
José Martín reprimió una sonrisa.
—En algunas partes, quizás. Pero en las ciudades somos tan civilizados como aquí.
La mujer no parecía convencida, pero le mostró su cuarto—pequeño, limpio, con una cama estrecha y una ventana que daba a un callejón—y le dijo que la cena se servía a las ocho.
Esa primera noche, José Martín se sentó en la cama y miró las paredes encaladas del cuarto. Se sentía extrañamente vacío. Había cruzado un océano para llegar aquí, y ahora que estaba aquí, no sabía qué hacer consigo mismo.
Pensó en su madre, en Romualdo, en la casa de Santiago que ahora compartían. Pensó en su hermano Vasco José. Pensó en su hermana Clara, que vivía en La Coruña con su marido Emilio Harmony, un norteamericano. Pensó en su padre Vasco, muerto cuando él tenía solo nueve años.
Y pensó en su abuelo José, el portugués que había llegado a Chile con diecinueve años y había construido un imperio. José Martín llevaba su nombre pero no su ambición. No sabía qué quería de la vida. Solo sabía que no quería quedarse en Chile viendo cómo su madre empezaba una nueva vida con un hombre de su edad.
La Coruña
Dos días después tomó el tren a La Coruña. Su hermana Clara le había escrito insistiendo en que pasara unos días con ella antes de continuar a Bélgica. José Martín no tenía prisa. Sus clases en Lovaina no empezaban hasta abril. Tenía tiempo.
El tren atravesaba un paisaje verde y húmedo que le recordaba a Chiloé, en el sur de Chile, pero más ordenado, más domesticado. Había pueblos cada pocos kilómetros, iglesias de piedra con campanarios que se elevaban sobre los tejados de pizarra. Vacas pastaban en prados cercados por muros de piedra. Todo era pequeño, compacto, como si alguien hubiera tomado un paisaje normal y lo hubiera encogido.
Llegó a La Coruña al atardecer. La ciudad se extendía sobre una península, rodeada de agua por tres lados. El faro de Hércules—una torre romana de casi dos mil años—dominaba la punta de la península. José Martín lo miraba desde la ventanilla del tren, impresionado. En Chile, nada tenía más de trescientos años. Aquí, las ruinas romanas eran parte del paisaje cotidiano.
Clara y Emilio lo esperaban en la estación. Clara tenía veintiséis años, dos más que José Martín, pero parecía más joven. Tenía el pelo de su madre Virginia y los ojos verdes de los Stevenson. Cuando vio a José Martín, corrió hacia él y lo abrazó con tanta fuerza que casi lo tira al suelo.
—¡Hermano! ¡Por fin! Pensé que nunca ibas a venir.
Emilio Harmony era un hombre alto y serio, con el pelo rubio cortado muy corto y unos lentes de montura metálica. Le estrechó la mano a José Martín con un apretón firme.
—Bienvenido a La Coruña. Clara no ha dejado de hablar de tu visita desde que recibió tu carta.
Vivían en un piso amplio en la calle Real, cerca de Los Cantones. Era un edificio elegante de finales del siglo anterior, con balcones de hierro forjado y pisos de madera que crujían al caminar. Clara había decorado el piso con una mezcla de muebles españoles y objetos traídos de Chile: ponchos mapuches colgados en las paredes como tapices, cerámicas de Quinchamalí en las estanterías, fotografías de Valparaíso enmarcadas.
—Para no olvidar de dónde venimos —explicó Clara mientras le enseñaba el piso a José Martín.
—¿Extrañas Chile? —preguntó José Martín.
Clara se detuvo frente a una fotografía de la bahía de Valparaíso tomada desde el cerro Alegre.
—Todos los días. Pero Emilio no podía encontrar trabajo allá. Aquí tiene buenos contactos, buenos clientes. Y La Coruña es bonita. El mar ayuda. Cuando miro el océano, puedo fingir que es el Pacífico.
Esa noche cenaron en el comedor, servidos por una criada gallega que no paraba de hablar. Clara preparó un curanto—había conseguido mariscos frescos en el mercado y había improvisado con los ingredientes que tenía—. No era igual que en Chile, pero era suficiente para que José Martín sintiera una punzada de nostalgia.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó Emilio.
—Solo unos días. Después tengo que ir a Lovaina.
—¿Qué vas a estudiar?
—Artes Mecánicas. Ingeniería agrónoma y comercio, básicamente.
—¿Y después?
José Martín se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que volveré a Chile. O quizás me quede en Europa. Todavía no lo he decidido.
Clara y Emilio intercambiaron una mirada que José Martín no supo interpretar.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada —dijo Clara—. Solo que... bueno, cuando dices que no has decidido nada, suenas exactamente como papá. Él tampoco sabía nunca qué hacer, siempre postergando las decisiones hasta que se tomaban solas.
Era verdad. Vasco José Guimaraens había sido un hombre encantador pero indeciso, que había dilapidado la fortuna de su padre José en viajes y malas inversiones. José Martín no quería ser como él. Pero tampoco sabía cómo no serlo.
El dos de marzo

Al día siguiente de llegar, José Martín salió a pasear solo por la ciudad. Necesitaba caminar, aclararse la cabeza, acostumbrarse a este lugar extraño que era y no era su hogar.
Era un día de marzo típico de Galicia: ventoso, con nubes bajas que amenazaban lluvia pero nunca llegaban a descargarla. José Martín caminó sin rumbo fijo, dejándose llevar por las calles estrechas del casco viejo. Pasó por la plaza de María Pita, donde una estatua de la heroína local blandía una lanza contra invasores ingleses que ya no existían. Pasó por la calle Real, donde los comercios exhibían sus mercancías en escaparates brillantes.
Y entonces entró en el Cantón Grande.
Era una avenida amplia, arbolada, con edificios elegantes a ambos lados. Había coches de caballos, señoras con sombreros grandes paseando con sus criadas, caballeros con bastones y sombreros de copa. José Martín se sentía fuera de lugar con su ropa americana, demasiado informal para esta ciudad que parecía vivir todavía en el siglo anterior.
Entonces la vio.

Iba por la acera de enfrente, del brazo de una mujer mayor—su tía, su madre, una carabina—. Llevaba un vestido azul oscuro, muy sencillo, sin los volantes exagerados que llevaban las otras mujeres. Un sombrero pequeño, discreto. El pelo castaño recogido en un moño bajo.
No era lo que llevaría puesto lo que detuvo a José Martín en seco. Era algo en su manera de caminar. Una tristeza en sus hombros caídos, en su mirada baja. Como si llevara un peso invisible que la doblaba hacia la tierra.
José Martín sintió algo abrirse en su pecho. No fue gradual. No fue sensato. Fue inmediato, absoluto, aterrador en su intensidad. Era como si toda su vida hasta ese momento hubiera sido un preludio para este instante, para esta mujer que ni siquiera sabía que él existía.
La persecución
Las siguió.
No era una decisión racional. Era un impulso que no podía controlar. Cruzó la calle esquivando un coche de caballos—el cochero le gritó algo que no entendió—y empezó a caminar detrás de ellas, manteniendo una distancia prudente.
Entraron en una paragüería. José Martín entró también, fingiendo interés en los paraguas expuestos. Las oía hablar en la parte trasera de la tienda. La muchacha tenía una voz suave, casi inaudible. La mujer mayor—definitivamente no era su madre, demasiado parecidas para ser madre e hija, probablemente una tía—hablaba más alto, discutiendo precios con el tendero.
José Martín eligió un paraguas al azar, lo pagó sin regatear—el tendero lo miró sorprendido por la facilidad—y salió. Se quedó esperando en la calle, el paraguas bajo el brazo, sintiéndose ridículo.
Cuando salieron, las siguió por la calle Real. La muchacha se detuvo frente a un escaparate de sombreros. José Martín se detuvo también, fingiendo mirar el escaparate de una tienda de telas al otro lado de la calle. A través del reflejo del vidrio, podía verla. Tenía un perfil delicado, los labios finos. No era hermosa en el sentido convencional. Pero había algo en ella que lo atraía como un imán.
La siguió hasta que entraron en un portal en una plaza que después sabría que era la del Obelisco. Vio el número del edificio, el piso al que subían. Después se quedó parado en la calle, mirando las ventanas del segundo piso, esperando... ¿qué? ¿Que ella se asomara? ¿Que lo mirara? ¿Que de alguna manera supiera que él estaba allí?
Un hombre que pasaba lo miró con desconfianza. José Martín se dio cuenta de que llevaba parado allí diez minutos, mirando las ventanas de un edificio como un loco. Se obligó a moverse, a caminar de vuelta hacia la casa de Clara.
Pero esa noche no pudo dormir. Cerraba los ojos e intentaba recordar su rostro, pero la memoria se le escapaba como agua entre los dedos. ¿Tenía los ojos oscuros o claros? ¿Era alta o baja? No podía recordarlo con precisión. Solo recordaba la sensación: ese peso en su pecho, esa certeza inexplicable de que algo fundamental había cambiado.
La decisión
A la mañana siguiente, José Martín fue a la oficina de la compañía naviera que tenía representación en La Coruña.
—Necesito anular mi pasaje —dijo.
El empleado—un hombre calvo con gafas gruesas—lo miró sorprendido.
—¿Su pasaje a dónde?
—A Bélgica. Tenía un pasaje para Lovaina la semana que viene.
—¿Y por qué quiere anularlo?
José Martín no supo qué responder. ¿Porque había visto a una muchacha en la calle y había decidido, sin conocerla, sin saber siquiera su nombre, que ella era más importante que sus estudios, que su futuro, que cualquier plan que hubiera hecho?
—Motivos personales —dijo finalmente.
El empleado suspiró, revisó unos papeles.
—Tendrá que pagar una multa. El billete no es reembolsable.
—No me importa.
—Son cincuenta pesetas.
—Está bien.
José Martín pagó. Salió de la oficina con una sensación de vértigo. Acababa de tirar por la borda el plan que su madre había hecho para él, los estudios que supuestamente iban a darle un futuro. Y todo por una muchacha cuyo nombre no sabía, cuyo rostro apenas recordaba.
Era la cosa más estúpida que había hecho en su vida.
Y también, de alguna manera que no podía explicar, era la cosa más correcta.
Volvió a la casa de Clara. Ella estaba en el salón, bordando junto a la ventana.
—¿Fuiste de paseo? —preguntó sin levantar la vista.
—Sí.
—¿Y? ¿Qué te pareció La Coruña?
José Martín se sentó frente a ella. Clara levantó la vista, vio algo en su cara que la hizo dejar el bordado.
—¿Qué pasó?
—Ví a una muchacha.
Clara esperó. José Martín continuó:
—No sé quién es. No sé su nombre. Pero... Clara, yo... creo que me he enamorado.
Clara lo miró durante un largo momento. Después se echó a reír, una risa cálida, llena de ternura.
—Oh, hermanito. Estás perdido.
—Lo sé.
—¿Y qué vas a hacer?
José Martín pensó en la carta de aceptación de Lovaina, ahora inútil. Pensó en su madre, que esperaba que se convirtiera en ingeniero. Pensó en todos los planes sensatos que había hecho para su vida.
—No lo sé —dijo—. Pero no voy a irme a Bélgica.
—¿Por una muchacha que ni siquiera conoces?
—Por una muchacha que ni siquiera conozco.
Clara negó con la cabeza, pero estaba sonriendo.
—Eres más Guimaraens de lo que pensaba. Tu abuelo José cruzó un océano y decidió quedarse en un país extraño porque se enamoró del lugar. Tú has cruzado un océano y vas a quedarte en un país extraño porque te enamoraste de una muchacha.
—¿Crees que estoy loco?
—Completamente. Pero también creo que esta es la primera decisión real que has tomado en tu vida. Todas las demás eran decisiones de tu madre, o decisiones por defecto. Esta es tuya.
Tenía razón. José Martín se sentía asustado, emocionado, vivo de una manera que nunca había sentido antes.
—¿Me ayudarás? —preguntó—. ¿A averiguar quién es?
Clara recogió su bordado, se levantó.
—Dime cómo es. Dime dónde la viste. La Coruña es una ciudad pequeña. Si pertenece a una familia decente, alguien sabrá quién es.
Y así comenzó. José Martín describió lo que recordaba: el vestido azul, el portal del Obelisco, la melancolía en sus hombros. Clara escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando.
—Mañana iré a tomar té con unas amigas —dijo finalmente—. Haré algunas preguntas discretas. Veamos qué averiguamos.
Esa noche, José Martín se quedó despierto hasta tarde, mirando por la ventana de su cuarto las luces de La Coruña parpadeando en la oscuridad. En algún lugar de esta ciudad, ella también estaría despierta. O dormida. O pensando en cosas que no tenían nada que ver con él.
Y José Martín se preguntó si alguna vez llegaría a conocerla. Si ella alguna vez sabría que existía. Si este amor imposible, absurdo, que había nacido en un segundo en el Cantón Grande, tendría algún futuro.
O si simplemente se consumiría en su pecho hasta convertirse en ceniza, en un recuerdo de algo que nunca fue y nunca podría ser.
Pero por ahora, en este momento, era suficiente. El amor—aunque fuera no correspondido, aunque fuera imposible—lo hacía sentir vivo. Y eso, pensó José Martín mientras finalmente se quedaba dormido, era mejor que la alternativa: seguir existiendo sin vivir realmente.
Capítulo 23: La vigilia del amor
Clara averiguó su nombre en dos días.
—Se llama María —dijo una tarde mientras tomaban té en el salón—. María Caruncho Astray. Es la hija mayor de José María Caruncho Becerra y de María Astray González de Briones.

José Martín dejó la taza sobre la mesa, con las manos temblando ligeramente.
—¿Caruncho?
—Los Caruncho son una familia importante aquí. Don José María es dueño de La Intimidad de La Habana, una importante fábrica de puros en Cuba. Tienen dinero, reputación, contactos. No son aristócratas, pero son lo más cercano que hay en La Coruña a la alta burguesía.
—¿Y ella?
—Tiene veinte años. Es la mayor de catorce hermanos. Dicen que es muy religiosa, muy seria. Reservada. No sale mucho de casa salvo para ir a misa.
—¿Está comprometida?
Clara sonrió.
—Esa fue tu primera pregunta, ¿verdad? No, no está comprometida. Ni siquiera tiene pretendientes conocidos. Lo cual es raro para una muchacha de su edad y posición. Normalmente a los veinte años ya estarían casadas o al menos prometidas.
José Martín sintió un alivio que era casi físico.
—¿Por qué crees que no tiene pretendientes?
Clara se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizás es demasiado seria. Quizás su padre es muy exigente. O quizás simplemente no ha encontrado a nadie que le interese. Las muchachas no son mercancía que se pone en el escaparate, José Martín. Tienen sus propias razones para elegir o no elegir.
—Lo sé. Perdón. No quise...
—Está bien. Sé que estás nervioso. —Clara le sirvió más té—. ¿Y ahora qué piensas hacer?
—No lo sé. ¿Puedo presentarme? ¿Sería apropiado?
—No. No sin una introducción formal. Y yo no conozco a la familia Caruncho lo suficiente como para presentarte. Tendría que conseguir que alguien más lo hiciera, y eso llevaría tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Semanas. Quizás meses.
José Martín sintió que el corazón se le hundía. Meses. No podía esperar meses.
—Tiene que haber otra manera.
—La hay —dijo Clara lentamente—. Pero no es... convencional.
—Dime.
—Podrías encontrártela casualmente. En la calle, en la iglesia. Podrías saludarla, presentarte. Si eres educado, si eres respetuoso, quizás ella acepte hablar contigo. Y si su familia se entera y no les gusta, bueno... al menos lo habrás intentado.
No era un plan brillante. Pero era un plan.
La vigilancia

Durante las siguientes semanas, José Martín se convirtió en un fantasma que rondaba el portal del Obelisco.
Averiguó los horarios de María. Salía de casa tres veces por semana para ir a misa en la iglesia de San Jorge, siempre acompañada de su tía o de su madre. Los martes por la tarde iba a clases de bordado en casa de unas monjas. Los viernes iba al mercado con una criada.
José Martín la seguía a distancia prudente. Nunca se acercaba, nunca le hablaba. Solo observaba. Era consciente de que su comportamiento rozaba lo enfermizo, pero no podía parar. Era como si necesitara verla para confirmar que no la había imaginado, que realmente existía.
Aprendió cosas sobre ella observándola. Que caminaba con los ojos bajos, como si tuviera miedo de encontrarse con la mirada de alguien. Que se mordía el labio inferior cuando estaba nerviosa. Que tenía una manera de inclinar la cabeza cuando escuchaba que hacía que José Martín quisiera hablarle solo para ver ese gesto.
Clara empezó a preocuparse.
—José Martín, esto no es sano. Llevas un mes siguiéndola por las calles como un perro perdido. O te presentas y le hablas, o te olvidas de ella y sigues con tu vida.
—No puedo olvidarla.
—Entonces habla con ella.
—No puedo. ¿Qué le diría? ¿"Hola, llevo un mes persiguiéndote por las calles"? Me tomaría por un loco.
—Eres un loco —dijo Clara con cariño—. Pero eres un loco que necesita hacer algo antes de volverse completamente demente.
Tenía razón. José Martín lo sabía. Pero el miedo lo paralizaba. ¿Y si hablaba con ella y lo rechazaba? ¿Y si descubría que la muchacha real no era la muchacha que había imaginado? Al menos ahora tenía la fantasía. Si la hacía real y se rompía, no tendría nada.
Emilio también intentó razonar con él.
—Mira, muchacho, entiendo lo que sientes. Yo también me enamoré de Clara de forma bastante abrupta. Pero hay una diferencia entre el amor y la obsesión. El amor te hace querer lo mejor para la otra persona. La obsesión solo te hace querer poseerla.
—No la quiero poseer. Solo quiero... conocerla. Hablar con ella. Saber si lo que siento tiene algún sentido.
—Entonces habla con ella. Pero hazlo pronto, antes de que alguien note que estás rondando su casa y llame a la policía.
El incidente de la hoguera
La oportunidad llegó—o más bien, José Martín la forzó—una noche de abril.
Había estado bebiendo. No mucho, solo lo suficiente para perder el poco sentido común que le quedaba. Eran las nueve de la noche y había estado parado frente al portal del Obelisco durante una hora, mirando las ventanas iluminadas del segundo piso, imaginando a María allí dentro, cenando con su familia, leyendo, bordando, existiendo sin saber que él existía.
Y de pronto no pudo soportarlo más. Necesitaba verla. Necesitaba que ella lo viera.
Fue a un quiosco cercano, compró varios periódicos. Volvió al portal, los amontonó en medio de la calle, justo bajo las ventanas de los Caruncho, y les prendió fuego.
Las llamas se elevaron rápidamente, iluminando la fachada del edificio con un resplandor naranja. José Martín se quedó al lado de la hoguera, mirando hacia arriba, esperando que ella se asomara.
No tardaron en aparecer los vecinos. Primero una mujer mayor que gritó "¡Fuego! ¡Fuego!" Después un hombre con batín que salió con un cubo de agua. Después más gente, alarmada, pensando que el edificio se estaba incendiando.
José Martín intentó explicar.
—No, no, no es un incendio. Solo quería... quería ver mejor. La luz. Para ver...
—¿Estás borracho, muchacho? —preguntó el hombre del cubo de agua mientras apagaba las llamas.
—No. Bueno, un poco. Pero no es eso. Es que... —señaló hacia las ventanas del segundo piso—. Quería ver a la señorita del segundo piso.
Se hizo un silencio. Todos lo miraban como si hubiera perdido la cabeza. Quizás la había perdido.
—¿Qué señorita? —preguntó alguien.
—La señorita Caruncho. María. Yo... la amo.
Ahora la gente empezó a reírse. No era una risa cruel, era más bien de incredulidad, de asombro ante el espectáculo absurdo de un joven chileno quemando periódicos en medio de la calle por amor.
—¿Y ella lo sabe? —preguntó la mujer mayor.
—No, señora.
—¿Has hablado alguna vez con ella?
—No, señora.
Más risas. Alguien dijo:
—Es el chileno. El que lleva semanas rondando el portal como un alma en pena.
—Soy de Chile, sí —admitió José Martín, sintiéndose cada vez más ridículo—. Y sí, la he estado... observando. Pero no de mala manera. Es que no sé cómo acercarme a ella. Y pensé que si hacía una hoguera, ella se asomaría y podría verla.
—Muchacho —dijo el hombre del batín—, eres o el más romántico o el más tonto que he visto en mi vida. Probablemente ambas cosas.
Un policía llegó, atraído por el alboroto. Tomó nota de lo sucedido, miró a José Martín con una mezcla de lástima y diversión.
—No puedes andar quemando cosas en medio de la calle, aunque sea por amor. Si vuelves a hacerlo, tendré que arrestarte.
—No lo haré, señor agente. Lo prometo.
—Y deja de rondar el portal. Estás asustando a los vecinos.
—Sí, señor.
El policía se fue. La gente comenzó a dispersarse, aunque algunos se quedaron murmurando y mirando a José Martín con curiosidad. Y entonces, finalmente, una de las ventanas del segundo piso se abrió.
José Martín levantó la vista y la vio.
María estaba asomada a la ventana, iluminada desde atrás por la luz de su casa. No podía ver su expresión con claridad, pero sabía que lo estaba mirando. Durante un momento—un momento perfecto, cristalino—sus ojos se encontraron.
José Martín levantó la mano en un saludo tímido. Ella no respondió. Pero tampoco cerró la ventana inmediatamente. Se quedó allí, mirándolo, durante lo que parecieron horas pero probablemente fueron solo segundos.
Después la ventana se cerró y la cortina se corrió.
José Martín se quedó parado en la calle, en medio de los restos carbonizados de los periódicos, sintiendo el corazón latir tan fuerte que pensó que se le saldría del pecho.
La había visto. Y ella lo había visto a él. Era un comienzo.
La leyenda del chileno loco
Para la mañana siguiente, toda La Coruña sabía la historia.
"El chileno loco que quema periódicos por amor", lo llamaban. La historia se contaba en las tertulias, en las tiendas, en las iglesias. Algunos lo encontraban romántico. Otros lo encontraban ridículo. La mayoría lo encontraba ambas cosas.
Clara estaba furiosa.
—¿En qué estabas pensando? ¿Quemar periódicos en medio de la calle? ¿Sabes el escándalo que has causado?
—Lo sé. Lo siento.
—No me pidas perdón a mí. Pídele perdón a esa pobre muchacha que ahora es el centro de todos los chismes de la ciudad.
José Martín no había pensado en eso. Se sintió inmediatamente culpable. Lo último que quería era causarle problemas a María.
—¿Crees que está muy molesta?
—¿Molesta? Probablemente está mortificada. Su familia es muy respetable. Y ahora todos en la ciudad están hablando de cómo un extranjero loco está persiguiéndola.
—No la estoy persiguiendo. Solo... la observo.
—Eso es exactamente lo que es perseguir, idiota.
Emilio intervino:
—Lo hecho, hecho está. Ahora la pregunta es qué vas a hacer a continuación.
—No lo sé.
—Yo sí lo sé —dijo Clara—. Vas a escribirle una carta. Una carta educada, respetuosa, pidiéndole disculpas por el escándalo y explicando tus intenciones. Y la vas a enviar a través de los canales apropiados, no quemando más periódicos.
—¿Y si no responde?
—Entonces sabrás que no está interesada y podrás seguir con tu vida. Pero al menos lo habrás intentado de la manera correcta.
José Martín pasó tres días escribiendo la carta. Escribió borrador tras borrador, tachando palabras, reescribiendo frases. Quería que fuera perfecta: respetuosa pero sincera, formal pero con emoción. Era la carta más importante que escribiría en su vida.
Finalmente, la versión final decía:
Estimada Señorita Caruncho:
Mi nombre es José Martín Guimaraens Stevenson. Soy chileno, de Valparaíso, y llevo dos meses en La Coruña visitando a mi hermana Clara.
Escribo para pedirle mis más sinceras disculpas por el incidente de la otra noche. No era mi intención causarle vergüenza ni molestar a su familia. Solo quería verla, aunque comprendo ahora que mi método fue completamente inapropiado.
La verdad, Señorita Caruncho, es que la vi por primera vez el dos de marzo en el Cantón Grande, y desde ese momento no he podido dejar de pensar en usted. Sé que esto debe parecerle absurdo, o quizás incluso perturbador. No nos conocemos. Nunca hemos hablado. Pero algo en usted—su porte, su dignidad, algo que no sé nombrar—me ha llegado al corazón de una manera que nunca había experimentado.
No espero que sienta lo mismo por mí. Ni siquiera espero que responda esta carta. Solo quería que supiera que mis intenciones son honorables. Y que si alguna vez tuviera la fortuna de conocerla apropiadamente, la trataría con todo el respeto y la consideración que merece.
Con mis más cordiales saludos, José Martín Guimaraens Stevenson
Envió la carta a través de Clara, que la hizo llegar a una amiga, que la hizo llegar a una conocida de la familia Caruncho. No recibió respuesta.
Pasó una semana. Dos semanas. Un mes. José Martín empezó a aceptar que ella no respondería, que había arruinado cualquier posibilidad con su comportamiento errático.
Pero no podía irse. Todavía no. Escribió a su madre en Chile diciéndole que había decidido posponer sus estudios un semestre, que necesitaba tiempo para pensar en lo que realmente quería hacer con su vida. No era del todo mentira.
Seguía yendo a misa los domingos en San Jorge, sabiendo que ella también iría. Se sentaba en la parte trasera, tres bancos detrás de donde se sentaba la familia Caruncho. La observaba rezar—los ojos cerrados, las manos juntas, los labios moviéndose en oración silenciosa—y sentía algo que era mitad adoración, mitad desesperación.
Una vez, al salir de misa, sus miradas se cruzaron. José Martín se quitó el sombrero, hizo una leve inclinación de cabeza. María bajó la vista inmediatamente y se apresuró a salir del brazo de su madre.
Pero José Martín habría jurado que antes de bajar la vista, había visto algo en sus ojos. No era rechazo. Era... curiosidad quizás. O confusión. O miedo. Algo, en todo caso. Alguna emoción. Eso tenía que significar algo.
La conversación con Clara
Una noche, Clara lo encontró en el balcón, fumando un cigarro—un hábito que había adquirido recientemente, por nerviosismo más que por gusto—y mirando las luces de la ciudad.
—¿Cuánto tiempo más vas a quedarte aquí? —preguntó.
—No lo sé.
—José Martín, han pasado cuatro meses. Cuatro meses persiguiendo a una muchacha que ni siquiera te ha hablado. ¿No crees que es hora de aceptar la derrota?
—No puedo.
—¿Por qué no?
José Martín tiró el cigarro, lo vio caer tres pisos hasta la calle.
—Porque si me voy ahora, pasaré el resto de mi vida preguntándome qué habría pasado si me hubiera quedado un día más, una semana más. Y no quiero vivir con esa pregunta.
Clara suspiró.
—Eres tan terco como el abuelo José. ¿Sabes lo que dicen de él? Que cuando decidió quedarse en Chile, su padre le escribió cartas durante años pidiéndole que volviera. Y él nunca volvió. Ni siquiera para el funeral. Porque cuando los Guimaraens deciden algo, no hay nada que los haga cambiar de opinión.
—Quizás tengas razón. Quizás soy terco. Pero también sé que si hay una posibilidad—aunque sea pequeña, aunque sea ridícula—de que ella sienta algo por mí, tengo que intentarlo. Porque este tipo de amor... no creo que vuelva a sentirlo nunca más.
—¿Y si nunca siente nada por ti?
—Entonces al menos lo habré intentado. Y podré seguir adelante sabiendo que hice todo lo posible.
Clara lo abrazó.
—Espero que ella sepa la suerte que tiene de ser amada así. Aunque todavía no lo sepa.
Pero María sí sabía. Aunque no lo admitiera, aunque se escondiera detrás de sus rutinas y su respetabilidad, algo en ella había despertado el día que vio a ese chileno loco quemando periódicos bajo su ventana.
No era amor. Todavía no. Pero era algo. Una curiosidad. Una pregunta. Un "¿y si?"
Y a veces, un "¿y si?" es suficiente para cambiar el curso de toda una vida.
Capítulo 24: La propuesta imposible
Pasaron seis meses más. Seis meses en los que José Martín se convirtió en parte del paisaje de La Coruña. El chileno que se había quedado, el que seguía esperando algo que todos sabían que nunca llegaría.
Clara y Emilio dejaron de intentar convencerlo de que se fuera. Era inútil. José Martín había alquilado su propia habitación en una pensión cerca de Los Cantones.
Seguía yendo a misa en San Jorge todos los domingos. Ya no se escondía en la parte trasera. Se sentaba donde ella pudiera verlo si giraba la cabeza. Y a veces—no siempre, pero a veces—ella giraba la cabeza. Sus miradas se encontraban durante un segundo antes de que ella volviera a bajar la vista. Pero ese segundo era suficiente para mantener viva la esperanza de José Martín durante otra semana.
La decisión
En octubre de 1905, después de un año y medio de espera, José Martín tomó una decisión.
Estaba sentado en un café en la Marina, mirando el mar, cuando de pronto la claridad lo golpeó como un rayo. Llevaba año y medio esperando el momento perfecto, esperando una señal, esperando que algo cambiara. Pero nada iba a cambiar si él no lo hacía cambiar.
Se levantó, dejó unas monedas en la mesa y caminó directamente hacia la casa de los Caruncho en el Obelisco. No era una caminata larga—diez minutos quizás—pero con cada paso sentía que su determinación se solidificaba. Ya no había vuelta atrás.
Llegó al portal, respiró profundamente y tocó el timbre.
Una criada abrió la puerta. Era joven, con el pelo recogido en un pañuelo y las manos rojas de fregar.
—¿Sí?
—Buenos días. Mi nombre es José Martín Guimaraens. Quisiera hablar con el señor Caruncho, si es posible.
La criada lo miró con los ojos muy abiertos. Obviamente sabía quién era—todo el mundo en ese edificio sabía quién era el chileno loco—.
—¿Tiene cita con el señor?
—No, pero es un asunto importante.
—El señor no recibe visitas sin cita.
—Dígale que es sobre su hija María. Creo que querrá verme.
La criada vaciló, después asintió.
—Espere aquí.
Cerró la puerta. José Martín se quedó esperando en el portal, el corazón latiendo tan fuerte que le dolía. Podía escuchar voces dentro del piso, amortiguadas por las paredes. Después pasos bajando las escaleras.

La puerta se abrió de nuevo. Esta vez no era la criada sino un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, con el pelo entrecano peinado hacia atrás y un bigote cuidadosamente recortado. Tenía los ojos duros de alguien que ha construido un negocio desde cero y no tolera tonterías.
—¿Usted es el chileno? —preguntó sin preámbulos.
—Sí, señor. José Martín Guimaraens Stevenson.
—José María Caruncho Becerra. Suba. Hablemos en mi despacho.
José Martín subió las escaleras con las piernas temblando. El piso era elegante: suelos de madera brillante, muebles de caoba, cuadros en las paredes. Pasaron por un salón donde José Martín alcanzó a ver a varias personas—probablemente la familia—antes de que Don José María lo guiara a un despacho al final del pasillo.
Era una habitación masculina: escritorio grande, estanterías llenas de libros de contabilidad, olor a tabaco de puro. Don José María cerró la puerta, indicó una silla a José Martín y se sentó detrás del escritorio.
—Bien. Diga lo que tenga que decir.
José Martín había ensayado este momento mil veces en su cabeza. Había preparado discursos elaborados, argumentos cuidadosamente construidos. Todo eso desapareció de su mente. Solo quedó la verdad desnuda.
—Señor, amo a su hija y quiero casarme con ella.
Don José María lo miró durante un largo momento. Su expresión no cambió.
—¿Ella lo sabe?
—No, señor. Nunca he hablado con ella.
—¿Están en relaciones de noviazgo?
—No, señor.
—¿Ha hablado alguna vez con ella?
—No, señor.
Don José María se recostó en su silla. Por un momento José Martín pensó que iba a gritarle, a echarlo de su casa, quizás a pegarle. En cambio, Don José María se echó a reír. No era una risa cruel. Era genuina, casi afectuosa, la risa de un hombre enfrentado a algo tan absurdo que no puede hacer otra cosa más que reír.
—Muchacho —dijo cuando pudo hablar de nuevo—, llevas año y medio rondando mi casa como un perro sin dueño. Quemaste periódicos bajo las ventanas de mi hija. Has causado más escándalo del que esta familia ha visto en tres generaciones. Y ahora te presentas en mi puerta pidiéndome la mano de mi hija sin haber cruzado una sola palabra con ella. ¿Eres valiente o simplemente estás loco?
—Probablemente ambas cosas, señor.
Eso provocó otra risa.
—Al menos eres honesto. Eso es algo. —Don José María se sirvió un vaso de vino de una botella que tenía en el escritorio. No le ofreció uno a José Martín—. Cuéntame sobre ti. ¿De dónde vienes? ¿Qué haces? ¿Tienes medios para mantener a una esposa?
José Martín le contó todo. Su familia en Chile, la fortuna que su abuelo José había construido y que su padre Vasco había dilapidado parcialmente. Su madre Virginia, viuda, casada ahora con un hombre más joven. La herencia que eventualmente le tocaría cuando su madre muriera—no era inmensa, pero era respetable—. Su educación, sus idiomas, su intención de establecerse en España y encontrar un trabajo digno.
Don José María escuchaba en silencio, los dedos tamborileando sobre el escritorio.
—¿Y por qué mi hija? —preguntó finalmente—. La viste una vez en la calle. No la conoces. Podría ser tonta, o cruel, o tener cualquier defecto que no puedes ver desde lejos. ¿Por qué estás dispuesto a apostar tu vida entera en alguien que no conoces?
Era una buena pregunta. José Martín pensó cuidadosamente antes de responder.
—No puedo explicarlo racionalmente, señor. Solo sé que cuando la vi, algo en mí reconoció algo en ella. Como si nos conociéramos de antes, aunque sé que eso es imposible. Sé que suena ridículo. Sé que probablemente piensa que soy un romántico idiota. Y quizás lo soy. Pero también sé que este tipo de certeza—esta sensación de que ella es la persona con la que debo pasar mi vida—no es algo que vaya a sentir nunca más. Y si la dejo ir sin intentarlo, me arrepentiré cada día por el resto de mi vida.
Don José María lo estudió durante un largo momento.
—Eres muy joven. Veintitrés años, ¿verdad?
—Veinticuatro en noviembre, señor.
—Veinticuatro. Yo tenía esa edad cuando conocí a mi esposa. También me enamoré rápidamente. Pero al menos tuve el sentido común de cortejarla apropiadamente antes de proponerle matrimonio.
—Lo sé, señor. Y si me da permiso, me gustaría cortejar a su hija apropiadamente. Solo le pido la oportunidad de conocerla. Si después de conocerme decide que no le intereso, aceptaré su decisión y me iré de La Coruña. Pero al menos déme la oportunidad.
Don José María bebió su vino lentamente. José Martín esperó, sintiendo que cada segundo duraba una eternidad.
—Joven —dijo finalmente Don José María—, hay que dar tiempo al tiempo.
No era un sí. Pero tampoco era un no.
—¿Qué significa eso, señor?
—Significa que no voy a echarte de mi casa ni voy a prohibirte que veas a mi hija. Pero tampoco voy a facilitar las cosas. Si realmente la amas como dices, tendrás que demostrarlo. No con gestos dramáticos como quemar periódicos, sino con paciencia, con constancia, con respeto. María es mi hija mayor. Es una muchacha seria, religiosa, reservada. No es fácil. Y no voy a entregársela al primer extranjero que aparezca con bonitas palabras.
—Entiendo, señor.
—¿Entiendes? Estoy hablando de meses, quizás años. ¿Estás dispuesto a esperar tanto tiempo?
José Martín no vaciló.
—Llevo año y medio esperando, señor. Puedo esperar lo que sea necesario.
Don José María asintió lentamente.
—Bien. Entonces esto es lo que vamos a hacer. Seguirás con tu vida. Trabajarás, te comportarás como un hombre decente. No más escándalos, no más hogueras. Si de vez en cuando te encuentras con mi hija en la calle o en la iglesia, puedes saludarla educadamente. Nada más. Si después de un tiempo prudencial—digamos seis meses—sigues aquí y sigues comportándote apropiadamente, entonces consideraré presentarte formalmente a mi familia. ¿Te parece justo?
—Sí, señor. Muy justo.
—Pero quiero que entiendas algo, joven Guimaraens. Mi hija no es un premio que se gana con persistencia. Es una persona con voluntad propia. Aunque yo te dé permiso para cortejarla, ella puede rechazarte. Y si lo hace, aceptarás su decisión con gracia y dignidad. ¿Estamos de acuerdo?
—Completamente de acuerdo, señor.
Don José María se levantó, indicando que la conversación había terminado. José Martín se levantó también. Se estrecharon las manos.
—Una última cosa —dijo Don José María mientras acompañaba a José Martín hacia la puerta—. ¿Por qué dejaste tus estudios? Tenías una carta de aceptación en Lovaina, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Y la tiraste por la borda por una muchacha que ni siquiera conocías?
—Sí, señor.
Don José María negó con la cabeza, pero había algo parecido a la admiración en sus ojos.
La sonrisa
José Martín salió del edificio sintiendo que caminaba sobre nubes. No era un permiso completo para cortejar a María, pero era más de lo que había esperado. Don José María no lo había echado, no había llamado a la policía, no había prohibido cualquier contacto. Era un comienzo.
Durante los siguientes meses, José Martín se comportó como el hombre más correcto de La Coruña. Iba a misa todos los domingos pero se sentaba discretamente en la parte trasera. No rondaba el portal de los Caruncho. Se comportaba, en resumen, como un adulto responsable en vez de como un romántico desquiciado.
Y lentamente, comenzó a notar cambios sutiles.
Una vez, saliendo de misa, María lo miró directamente a los ojos en vez de bajar la vista. Fue solo un segundo, pero en ese segundo José Martín vio algo que hizo que su corazón se acelerara: curiosidad. Ella tenía curiosidad sobre él.
Otra vez, caminando por la calle Real, se cruzaron. José Martín se quitó el sombrero e hizo una reverencia educada. María inclinó la cabeza en respuesta. No habló, pero la inclinación fue deliberada, reconociendo su presencia.
Pequeñas cosas. Gestos mínimos. Pero para José Martín eran como señales de humo atravesando un océano.
Y entonces, una tarde de marzo de 1906—exactamente dos años después de haberla visto por primera vez—ocurrió algo extraordinario.
José Martín estaba cerca de San Jorge cuando vio a María saliendo de la iglesia con su tía. Era una tarde ventosa, típica del marzo gallego. El velo de María se había soltado y ondeaba alrededor de su cara.
José Martín se detuvo en la acera. María caminaba hacia él, todavía no lo había visto. Cuando estaba a unos metros, levantó la vista y sus ojos se encontraron.
José Martín se quitó el sombrero. Abrió la boca para saludarla educadamente, como había hecho tantas veces.
Pero antes de que pudiera hablar, María sonrió.
No fue una gran sonrisa. Fue pequeña, tímida, apenas un movimiento de los labios. Pero fue real. Después siguió caminando con su tía, sin decir palabra.
José Martín se quedó parado en la acera, con el sombrero en la mano, sintiendo que el mundo acababa de inclinarse sobre su eje. Ella había sonreído. Para él. Era una sonrisa que decía: "Te veo. Sé que existes. Y quizás—solo quizás—estoy empezando a sentir curiosidad sobre quién eres".
Esa noche, José Martín fue a casa de Clara eufórico.
—Sonrió —anunció apenas entró por la puerta—. María sonrió.
—¿Y? —Clara estaba cosiendo, sin levantar la vista.
—¿Cómo que 'y'? Sonrió. Para mí. Fue una sonrisa pequeña pero real. Significaba algo.
Clara dejó la costura y miró a su hermano. Había algo tierno en su expresión.
—Oh, hermanito. Llevas dos años esperando una sonrisa. Me alegro de que finalmente la hayas conseguido.
—¿Crees que significa que está interesada?
—Creo que significa que eres persistente. Y que ella, a pesar de todo su buen juicio, está empezando a dejarse convencer por esa persistencia.
—Entonces, ¿tengo una oportunidad?
—Siempre tuviste una oportunidad. Pequeña, ridícula, improbable. Pero una oportunidad. La pregunta es qué vas a hacer con ella.
José Martín no lo sabía. Pero sabía una cosa: esa sonrisa había cambiado todo. Ya no era solo él amándola desde lejos. Ahora había una conexión, por tenue que fuera. Ella lo había reconocido como algo más que el chileno loco que rondaba su casa.
Lo había reconocido como una posibilidad.
Y a veces, una posibilidad es todo lo que necesitas para transformar un sueño imposible en algo que podría—solo podría—volverse real.
El cambio
Las semanas siguientes trajeron más cambios. Pequeños, casi imperceptibles para cualquiera que no fuera José Martín, que los observaba con la atención de un científico estudiando un fenómeno raro.
En misa, María ya no bajaba la vista cuando sus miradas se encontraban. Lo miraba durante un segundo, quizás dos, antes de volver a sus oraciones. En la calle, cuando se cruzaban, ella inclinaba la cabeza en un saludo que era cada vez menos formal, más personal.
Una vez, José Martín estaba en una confitería cuando entraron María y su tía. El local estaba lleno y solo quedaba una mesa—justamente al lado de donde estaba sentado José Martín—. La tía miró alrededor, frunció el ceño al ver a José Martín, pero María simplemente se sentó en la mesa libre como si fuera lo más natural del mundo.
Estuvieron sentados a menos de un metro de distancia durante veinte minutos. No hablaron—no sería apropiado sin una introducción formal—. Pero había una conciencia mutua, una tensión en el aire que era casi palpable. José Martín podía escuchar la respiración de María, el sonido de su cucharilla contra la taza de chocolate. Y sabía que ella también era consciente de él, de cada uno de sus movimientos.
Cuando María y su tía se levantaron para irse, María se detuvo junto a la mesa de José Martín. Por un momento él pensó que iba a hablarle, que finalmente rompería el silencio que llevaba dos años construyéndose entre ellos.
En cambio, dejó caer algo sobre la mesa—tan rápido que su tía no lo vio—y siguió caminando.
José Martín miró lo que había dejado. Era un pequeño marcador de libros, de encaje blanco, con las iniciales MC bordadas en una esquina. María Caruncho.
Lo levantó con manos temblorosas. Era delicado, hermoso, claramente hecho a mano. Lo acercó a su nariz y captó un aroma sutil a lavanda. Era suyo. Había estado en sus manos, entre las páginas de sus libros. Y ahora era de él.
José Martín lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, junto a su corazón. No era una declaración de amor. No era ni siquiera una conversación. Pero era algo. Era ella diciéndole: "Te veo. Reconozco tu devoción. Y quizás—solo quizás—estoy empezando a corresponderla".
Esa noche, José Martín le escribió otra carta a María. No la envió—todavía no era apropiado—. Simplemente la escribió y la guardó en un cajón junto con todas las otras cartas que había escrito y nunca enviado. Palabras de amor, de anhelo, de esperanza. Un diario de dos años de espera.
Algún día, pensó, se las daría todas. Y ella sabría exactamente cuánto tiempo había esperado, cuánto había amado, cuánta fe había tenido en algo que todos los demás consideraban imposible.
Pero por ahora, era suficiente con el marcador de libros en su bolsillo y la memoria de una sonrisa.
Era suficiente para seguir esperando.
Capítulo 25: El terremoto y la promesa
El verano de 1906 trajo consigo un calor inusual para Galicia. José Martín pasaba las tardes en la Marina, buscando la brisa del océano, leyendo libros que no podía concentrarse en terminar, pensando en María.
Habían pasado dos años y medio desde que la vio por primera vez. Dos años y medio de espera, de miradas fugaces, de gestos pequeños que alimentaban su esperanza. El marcador de libros que ella le había dado nunca salía de su bolsillo. Lo tocaba constantemente, como un talismán, como prueba de que no estaba imaginando todo.
Clara le decía que tenía que ser paciente, que las cosas buenas llegaban a quienes sabían esperar. Emilio le decía que era admirable su constancia pero que también debía prepararse para la posibilidad de que esto nunca llegara a nada concreto. Don José María Caruncho, las pocas veces que se cruzaban por la calle, lo saludaba con un gesto de cabeza que era casi respetuoso. El chileno loco se había convertido en el chileno persistente. Era un progreso, aunque lento.
La carta de Chile
La noticia llegó en una mañana de mediados de agosto. José Martín estaba en su pensión, preparándose para salir a dar una clase, cuando la casera subió con una carta.
—Del correo internacional —dijo—. Debe venir de muy lejos, mire todos los sellos.
José Martín reconoció la letra de su madre en el sobre. Abrió la carta con una sensación de aprensión. Virginia nunca escribía a menos que fuera necesario.
Querido hijo:
Escribo con el corazón destrozado para darte noticias terribles. El 16 de agosto, un terremoto devastador sacudió Valparaíso. Fue a las siete y media de la tarde. Los temblores duraron más de un minuto—el minuto más largo de mi vida—.
La ciudad ha quedado destruida. Los incendios que siguieron al terremoto fueron peores que el terremoto mismo. Barrios enteros han desaparecido. Se habla de tres mil muertos, quizás más. Los hospitales están desbordados. La gente duerme en las plazas porque sus casas se derrumbaron o porque tienen miedo de que se derrumben.
La casa donde naciste ya no existe. El edificio se vino abajo completamente. Por suerte estaba vacía—la habíamos vendido el año pasado—. Muchos de tus amigos de infancia han muerto. Recuerdas a Patricio Muñoz, con quien jugabas de niño? Su casa cayó sobre él y su familia. Los sacaron tres días después.
El cementerio también sufrió daños. Fui a visitar las tumbas de tu padre y tus hermanos. La sepultura de los Guimaraens se ha quebrado. La lápida de mármol que tu abuelo José mandó hacer está partida en dos. He intentado encontrar a alguien que la repare pero nadie tiene tiempo para ocuparse de tumbas cuando hay tantos vivos que necesitan ayuda.
Romualdo y yo estamos bien. La casa de Santiago no sufrió daños, por supuesto. Pero Valparaíso... Valparaíso ya no es la ciudad que conociste. Es una ruina, un cementerio gigante. Me pregunto si alguna vez se recuperará.
Te escribo esto no para preocuparte sino porque eres parte de esta familia y mereces saber. Sé que has decidido hacer tu vida en España, y aunque me duele tu ausencia, la respeto. Pero quería que supieras que la ciudad de tu infancia ha desaparecido. Si alguna vez pensabas volver a visitarla, ya no habrá nada que visitar.
Tu madre que te ama, Virginia
José Martín leyó la carta dos veces, después una tercera. Sus manos temblaban. Intentó imaginarlo: Valparaíso destruido, las calles por las que había caminado reducidas a escombros, las casas donde había vivido convertidas en polvo. La sepultura de su abuelo José, el hombre cuyo nombre llevaba, quebrada y abandonada.
Se sentó en la cama, la carta todavía en las manos, y lloró. Lloró por la ciudad perdida, por los amigos muertos, por un mundo que se había desmoronado al otro lado del océano mientras él estaba aquí, enamorado, ajeno a todo. Lloró por su abuelo José, que había construido un imperio que ahora yacía enterrado bajo los escombros. Lloró por su padre Vasco y sus hermanos muertos, cuyas tumbas ahora eran solo piedras rotas en un cementerio devastado.
Y lloró por sí mismo, por la última conexión con Chile que acababa de cortarse. Ya no podía volver. Incluso si quisiera, no había nada a lo que volver. La ciudad de su infancia había desaparecido. Era, definitivamente y sin posibilidad de vuelta atrás, un extranjero en España. Este era su hogar ahora, le gustara o no.
La nota de María
Tres días después, mientras José Martín todavía estaba procesando las noticias, recibió una nota. La trajo la criada de los Caruncho, la misma muchacha que le había abierto la puerta cuando fue a hablar con Don José María.
—La señorita María me pidió que le diera esto —susurró, mirando a ambos lados de la calle para asegurarse de que nadie la veía—. Pero no le diga a nadie que fui yo quien se la trajo. Me despedirían.
José Martín le dio unas monedas y cerró la puerta. Miró el sobre. Era papel fino, de buena calidad, con su nombre escrito en una letra femenina, cuidadosa. Era la primera vez que María le escribía directamente.
Con manos temblorosas, abrió el sobre.
Señor Guimaraens:
Me he enterado por mi padre de las terribles noticias de Valparaíso. No tengo palabras para expresar cuánto lo lamento. Perder la ciudad donde uno nació, los lugares de la infancia, debe ser como perder una parte de uno mismo.
He rezado por las almas de los que murieron en el terremoto. Y he rezado por usted también, para que encuentre consuelo en estos tiempos difíciles.
Lo acompaño en su dolor.
María Caruncho Astray
Era una nota breve, formal, apropiada. Pero para José Martín era como si María le hubiera dado su corazón. Ella había pensado en él. Había sentido compasión por su dolor. Se había tomado el tiempo—y el riesgo de causar un escándalo—de escribirle.
José Martín leyó la nota una y otra vez hasta que las palabras se borraron de tanto tocarlas. Después la guardó en la misma caja donde guardaba el marcador de libros y todas las cartas que nunca le había enviado a ella.
Esa noche le escribió una respuesta. Escribió y reescribió, tachó y volvió a empezar, hasta que finalmente tuvo algo que sentía que expresaba lo que quería decir:
Estimada Señorita Caruncho:
Su nota fue un consuelo mayor del que pueda imaginar. En estos días oscuros, cuando siento que todo lo que conocía se ha desmoronado, sus palabras de compasión han sido como una luz en medio de la oscuridad.
Tiene razón en que perder la ciudad de la infancia es perder una parte de uno mismo. Pero también me ha hecho darme cuenta de algo: que el hogar no es solo un lugar. Es también las personas que nos importan. Y aunque Chile ya no existe para mí como existía antes, he encontrado aquí algo que vale más que cualquier ciudad: la posibilidad de un futuro con sentido.
Gracias por sus oraciones. Significan más de lo que las palabras pueden expresar.
Con profundo agradecimiento y respeto, José Martín Guimaraens Stevenson
Envió la carta a través de Clara, que la hizo llegar discretamente a través de sus contactos. No esperaba respuesta—María ya había arriesgado bastante escribiendo la primera vez—. Pero tres días después recibió otra nota, aún más breve:
Señor Guimaraens:
Mi padre ha accedido a recibirlo formalmente en nuestra casa el próximo domingo después de misa. Si le parece conveniente, puede presentarse a las dos de la tarde.
María Caruncho Astray
José Martín tuvo que sentarse. Después de dos años y medio, finalmente iba a conocerla. No en la calle, no de lejos, sino apropiadamente, formalmente, como se debe conocer a una joven decente.
El domingo
José Martín no durmió la noche anterior. Se levantó antes del amanecer, se bañó, se afeitó tres veces hasta estar seguro de que no quedaba ni un solo pelo fuera de lugar. Se puso su mejor traje—uno que había mandado hacer especialmente para esta ocasión, aunque no había sabido cuándo llegaría—. Se miró al espejo y vio a un hombre de veinticuatro años con ojeras, nervioso hasta la médula, aterrado y emocionado a partes iguales.
Clara le preparó el desayuno pero José Martín apenas pudo comer. Emilio le dio consejos—sé tú mismo, sé honesto, no hables demasiado de tus sentimientos en la primera visita—que José Martín escuchó sin procesar realmente.
Fue a misa en San Jorge. María estaba allí con su familia. Cuando sus ojos se encontraron, ella bajó la vista rápidamente, pero José Martín habría jurado que vio un rubor en sus mejillas. Ella también estaba nerviosa. De alguna manera, eso lo tranquilizó.
A las dos en punto—ni un minuto antes ni uno después—tocó el timbre del portal de los Caruncho. La misma criada de siempre abrió, pero esta vez sonrió.
—Lo están esperando, señor.
Subió las escaleras sintiendo que las piernas le flaqueaban. La criada lo guió al salón principal. Era una habitación grande, elegante, con muebles de caoba y cortinas de terciopelo. Había un piano en una esquina, una estantería llena de libros, retratos de familia en las paredes.
Don José María estaba de pie junto a la ventana. Junto a él, una mujer que debía ser su esposa—Doña María Astray, con el mismo porte serio de su hija—. Y sentada en un sofá, con las manos cruzadas sobre el regazo y los ojos bajos, estaba María.
José Martín se quedó paralizado en la puerta. Era la primera vez que la veía tan cerca, en un espacio cerrado, bajo buena luz. Y era más hermosa de lo que recordaba. O quizás no era hermosa en el sentido convencional, pero había algo en ella—en la curva de su cuello, en la manera en que mordía su labio inferior, en la tristeza que habitaba sus ojos—que lo desarma completamente.
—Señor Guimaraens —dijo Don José María—. Bienvenido a nuestra casa. Permítame presentarle a mi esposa, Doña María Astray.
José Martín hizo una reverencia.
—Es un honor, señora.
Doña María asintió fríamente. Era obvio que no aprobaba esto, que solo lo toleraba porque su marido lo había decidido.
—Y esta —continuó Don José María con un gesto hacia el sofá— es mi hija María.
María levantó la vista finalmente. Sus ojos se encontraron. José Martín sintió que el tiempo se detenía, que el aire se volvía más denso, que algo fundamental se desplazaba en el universo.
—Señorita Caruncho —dijo con una voz que le salió más ronca de lo que pretendía—. Es un placer finalmente conocerla.
—El placer es mío, señor Guimaraens —respondió María. Su voz era suave, casi inaudible, pero firme.
—Siéntese, joven —dijo Don José María, indicando una silla frente al sofá—. Tomemos té y conversemos como gente civilizada.
La conversación
La siguiente hora fue simultáneamente la más maravillosa y la más tortuosa de la vida de José Martín. Hablaron de cosas triviales: el clima, las noticias de España, la situación política. Don José María hacía la mayoría de las preguntas. Doña María escuchaba en silencio con expresión desaprobatoria. María apenas hablaba, pero José Martín era consciente de cada uno de sus movimientos, cada suspiro, cada vez que tocaba el borde de su taza de té.
—Cuéntenos sobre Valparaíso —dijo Don José María—. Antes del terremoto, por supuesto.
José Martín habló de su ciudad natal. De la bahía rodeada de cerros, de los ascensores que subían las colinas, del puerto bullicioso. Habló de su familia, de su abuelo portugués que había construido un imperio naviero, de su padre que lo había perdido parcialmente. Habló con honestidad sobre su familia—las glorias y las vergüenzas, los éxitos y los fracasos—.
Y mientras hablaba, notó que María levantaba la vista cada vez más frecuentemente. Que sus labios se curvaban levemente cuando él decía algo que le parecía interesante. Que había una inteligencia en sus ojos que lo sorprendió y lo emocionó.
En un momento, Don José María tuvo que salir a atender un asunto de negocios. Doña María lo acompañó—no podían dejar solos a los jóvenes, pero podían dejarlos con la puerta del salón abierta y una criada en el pasillo—.
Fue la primera vez que estuvieron casi a solas.
—¿Puedo preguntarle algo? —dijo María apenas sus padres salieron.
—Lo que sea.
—¿Por qué yo? De todas las muchachas de La Coruña, ¿por qué yo?
Era la misma pregunta que le había hecho su padre. Y José Martín le dio la misma respuesta, pero con más honestidad porque estaba hablando con ella, no con un intermediario.
—No lo sé. Solo sé que cuando la vi por primera vez en el Cantón Grande, sentí como si algo en mí la reconociera. Como si la hubiera estado buscando toda mi vida sin saber que la buscaba. Sé que suena absurdo...
—No suena absurdo —interrumpió María suavemente—. Suena... aterrador.
—¿Aterrador?
—Para mí. Porque si lo que siente es real, entonces yo también debería sentir algo. Y no sé si puedo. No sé si sé cómo sentir esas cosas.
Era la cosa más vulnerable que María había dicho. José Martín se inclinó hacia adelante.
—No tiene que sentir nada ahora. Solo le pido la oportunidad de conocerla. De que me conozca. Y después, si no siente nada, lo aceptaré. Me iré. Y ella podrá seguir con su vida sin el chileno loco persiguiéndola.
María sonrió por primera vez—una sonrisa verdadera, que iluminó toda su cara—.
—¿Sabe que lo llaman así? ¿El chileno loco?
—Lo sé. ¿Le molesta?
—Al principio sí. Me moría de vergüenza cada vez que alguien mencionaba la historia. Pero después... —vaciló— después empezó a parecerme romántico. Que alguien estuviera dispuesto a hacer el ridículo por mí. Nadie nunca había hecho nada parecido.
—Haría cualquier cosa por usted.
—Eso es lo que me asusta —dijo María—. Esa devoción. No sé si la merezco. No soy especial. Soy solo... ordinaria.
José Martín negó con la cabeza.
—Para mí es extraordinaria. Y espero algún día poder demostrárselo.
Escucharon pasos en el pasillo. Don José María volvía. María bajó la vista rápidamente, volviendo a su pose formal. Pero antes de que su padre entrara, susurró:
—Puede intentarlo.
Fueron solo dos palabras. Pero para José Martín fueron un universo de posibilidades.
El noviazgo formal
Esa visita fue la primera de muchas. Durante los siguientes meses, José Martín visitaba a la familia Caruncho los domingos después de misa. Siempre bajo supervisión estricta, siempre con la puerta abierta y una criada cerca. Pero poco a poco, María empezó a abrirse.
Le contó sobre su vida: la mayor de diez hermanos, criada en la abundancia pero también en la responsabilidad. Había aprendido desde pequeña a ser seria, formal, a no llamar la atención. Su padre era estricto pero justo. Su madre era devota hasta la obsesión. La familia Caruncho tenía reputación que mantener.
—A veces siento que no sé quién soy realmente —le confió una tarde—. Solo sé quién se supone que debo ser.
—¿Y quién quiere ser? —preguntó José Martín.
María lo pensó largo rato.
—No lo sé. Quizás alguien que ríe más. Que tiene opiniones propias. Que no tiene miedo todo el tiempo.
—¿Miedo de qué?
—De todo. De decepcionar a mis padres. De no ser buena esposa. De... —vaciló— de que usted se dé cuenta de que no soy quien cree que soy y se vaya.
José Martín tomó su mano—un gesto atrevido que hizo que la criada tosiera escandalizada desde el pasillo—. María no retiró la mano.
—Yo no me voy a ir —dijo—. He esperado dos años para conocerla. Puedo esperar toda una vida para que confíe en mí.
La promesa
Tres meses después de empezar el noviazgo formal, José Martín le hizo una pregunta a María mientras paseaban por la Marina con su inevitable carabina caminando diez pasos detrás.
—¿Ha pensado en el futuro? ¿En cómo sería nuestra vida si nos casáramos?
María miró el mar, donde las gaviotas volaban en círculos.
—He pensado en eso constantemente.
—¿Y?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De que un día se despierte y decida que quiere volver a Chile. Que esta vida en Galicia no es suficiente. Que yo no soy suficiente. Y que me deje aquí sola.
José Martín se detuvo, la hizo girarse para que lo mirara.
—María, eso nunca va a pasar.
—¿Cómo puede estar tan seguro? Chile es su hogar. Su familia está allá.
—Chile era mi hogar. Pero Chile ya no existe, no el Chile que conocí. La ciudad donde nací está destruida. Mi familia... mi madre se ha rehecho su vida con un hombre más joven. No hay nada que me llame de vuelta.
—Pero algún día podría...
José Martín le tomó las manos.
—Tú eres mi hogar ahora. Donde tú estés, ahí es donde yo pertenezco. Si nos casamos—cuando nos casemos—este será nuestro lugar. La Coruña, España. Y prometo que nunca, jamás, te dejaré. Ni para volver a Chile ni para ir a ningún otro lugar. Estamos juntos o no estamos. No hay término medio.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas.
—¿Lo promete?
—Lo prometo. Esta es mi casa ahora. Tú eres mi casa.
María se limpió las lágrimas con un pañuelo bordado.
—Y yo prometo que si nos casamos, nunca le daré motivos para arrepentirse de haberse quedado. Intentaré ser la esposa que merece.
—Ya eres todo lo que necesito.
La carabina tosió ruidosamente. Se habían acercado demasiado, estaban siendo demasiado íntimos para un espacio público. Pero ninguno de los dos se movió.
—Entonces —susurró María— cuando esté lista, cuando mi padre dé su permiso, ¿se casará conmigo?
—En el momento que usted diga.
—Pronto —prometió María—. Muy pronto.
Y cumplieron. Los dos cumplieron. José Martín nunca volvió a Chile. Y María nunca le dio motivos para arrepentirse de haberse quedado.
Fue una promesa hecha en un paseo junto al mar en una tarde ventosa de otoño. Una promesa que mantuvieron durante cincuenta años, hasta que la muerte los separó.
Porque algunas promesas son tan grandes, tan fundamentales, que se convierten en el cimiento sobre el cual se construye toda una vida.
Capítulo 16: La boda y el vino derramado
Don José María Caruncho dio su bendición para el matrimonio en diciembre de 1906, tres meses después de la promesa junto al mar. Fue durante una cena familiar, con todos los hermanos de María presentes—los diez, desde José María de diecinueve años hasta la pequeña Angelita de solo dos—.
José Martín había sido invitado a cenar por primera vez. Era una señal significativa: ya no era solo el pretendiente tolerado, era parte de la familia. Los hermanos de María lo miraban con curiosidad—este chileno extraño que había perseguido a su hermana durante casi tres años—. Los pequeños lo bombardeaban con preguntas sobre América. ¿Era verdad que había indios salvajes? ¿Y que los terremotos destruían ciudades enteras? ¿Y que había oro en las calles?
Después de la cena, Don José María pidió hablar con José Martín en privado. Lo llevó a su despacho, el mismo donde habían tenido su primera conversación hacía dos años.
—Siéntese, joven —dijo, sirviéndose un vaso de vino. Esta vez sí le ofreció uno a José Martín—. Quiero hablar con usted sobre mi hija.
José Martín sintió que el corazón se le aceleraba. Este era el momento.
—María tiene veinte años —continuó Don José María—. Para ser sincero, empezaba a preocuparme que nunca se casara. Es demasiado seria, demasiado religiosa. Los muchachos de aquí la encuentran... intimidante. Pero usted... —se detuvo, bebió su vino—. Usted la ve de manera diferente. La ve como algo precioso. Y ella, milagrosamente, ha empezado a verlo a usted de la misma manera.
—La amo, señor. Y haré todo lo posible para hacerla feliz.
—Eso ya lo sé. Si no lo supiera, no estaríamos teniendo esta conversación. Pero hay algo que necesito saber antes de dar mi bendición. ¿Tiene medios para mantenerla? María está acostumbrada a cierto nivel de vida. No somos aristocracia, pero tampoco somos pobres. ¿Puede proveerle una vida decente?
José Martín había estado esperando esta pregunta.
—Mi madre me ha asegurado una renta mensual de mi herencia futura. No es una fortuna, pero es suficiente para vivir con comodidad. Y estoy estableciendo contactos aquí en La Coruña. No seremos ricos, pero tampoco pasaremos necesidades.
Don José María asintió lentamente.
—Y la casa. ¿Dónde vivirán?
—Estaba pensando... —José Martín dudó—. Sé que es inusual, pero me preguntaba si podríamos vivir aquí, en la Casa Caruncho. Al menos al principio. Solo hasta que pueda ahorrar suficiente para comprar nuestra propia casa.
Don José María lo miró sorprendido.
—¿Quiere vivir con su suegra?
—Sé que suena extraño. Pero María es muy cercana a su familia. Y yo... —José Martín eligió sus palabras cuidadosamente—. Yo no tengo familia aquí salvo mi hermana Clara. La familia de María puede ser mi familia también. Si ustedes me aceptan.
Don José María se quedó callado durante un largo momento. Después se echó a reír, una risa cálida que llenó la habitación.
—Muchacho, eres más listo de lo que aparentas. La mayoría de los hombres huyen de sus suegros. Tú quieres vivir con ellos.
—Solo si es aceptable para usted y para Doña María.
—Es más que aceptable. Esta casa es enorme. Hay espacio de sobra. Y María... María se sentiría perdida si tuviera que dejar a sus hermanos inmediatamente. —Don José María se levantó, extendió la mano—. Tiene mi bendición para casarse con mi hija. Cuídela bien. Es lo más precioso que tengo.
José Martín estrechó la mano con fuerza, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Lo haré, señor. Lo prometo.
Los preparativos
María y José Martín se casarían el 17 de enero de 1907. Era una fecha significativa: exactamente tres años después de que José Martín llegara a Vigo. Tres años desde que había cruzado el océano con planes de estudiar en Bélgica y había terminado enamorándose de una muchacha gallega en el Cantón Grande.
Los dos meses entre el compromiso y la boda fueron frenéticos. Doña María Astray se hizo cargo de organizar todo con la eficiencia de un general planificando una batalla. El vestido de María fue encargado a la mejor modista de La Coruña. Las invitaciones fueron enviadas a toda la sociedad coruñesa—los Caruncho tenían muchos contactos—. La iglesia de San Jorge fue reservada, el banquete organizado, los músicos contratados.
José Martín apenas participaba en los preparativos. Los hombres no se involucraban en esas cosas. Pero no le importaba. Solo quería que llegara el día.
Clara sería la madrina. Cuando José Martín se lo pidió, ella lloró.
—Pensé que nunca vería este día —dijo, abrazándolo—. Cuando llegaste aquí hace tres años, eras un muchacho perdido que no sabía qué hacer con su vida. Y ahora... ahora eres un hombre que sabe exactamente lo que quiere.
—Todo gracias a María.
—No. María es maravillosa, pero tú eres quien decidió luchar por ella. Eso vino de ti.
La noche antes de la boda, José Martín no pudo dormir. Se quedó despierto en su habitación de la pensión—su última noche como hombre soltero en este lugar donde había vivido casi tres años—mirando por la ventana las luces de La Coruña.
Pensó en el muchacho de veintitrés años que había llegado aquí con una carta de aceptación para Lovaina y ningún plan real para su vida. Pensó en el momento en que vio a María por primera vez, en cómo todo cambió en ese instante. Pensó en los dos años de espera, de vigilancia, de esperanza contra toda esperanza.
Y pensó en mañana. En el momento en que finalmente sería su esposo. En la vida que construirían juntos. En los hijos que tendrían. En envejecer a su lado, en convertirse en abuelos, en morir sabiendo que había vivido la vida correcta, la vida que estaba destinado a vivir.
Durmió finalmente cuando el sol empezaba a salir, y soñó con agua cruzando océanos.
La boda
El 17 de enero de 1907 amaneció frío y claro. No era el día más bonito—enero nunca lo era en Galicia—pero tampoco llovía, lo cual era un milagro en sí mismo.
José Martín se vistió con ayuda de Emilio. Traje negro nuevo, chaleco gris perla, corbata de seda. Se miró al espejo y vio a un hombre de veintiséis años que parecía mayor, marcado por tres años de espera y esperanza. Pero también vio a alguien feliz. Genuinamente, completamente feliz.
—¿Nervioso? —preguntó Emilio.
—Aterrado.
—Eso es buena señal. Si no estuvieras nervioso, significaría que no entiendes la magnitud de lo que estás haciendo.
La iglesia de San Jorge estaba llena. Los Caruncho habían invitado a media Coruña. José Martín vio caras que reconocía de los tres años viviendo aquí: comerciantes con quienes había trabajado, vecinos del edificio de los Caruncho, gente que había sido testigo de su locura de amor y ahora venía a ver cómo terminaba la historia.
Se paró frente al altar con las manos sudando. El sacerdote—el padre Ignacio, que había sido confesor de María desde la infancia—le sonrió tranquilizadoramente. Clara estaba a su lado, lista para cumplir su papel de madrina.
Y entonces entraron las notas del órgano. José Martín se giró y la vio.
María venía del brazo de su padre, caminando lentamente por el pasillo central de la iglesia. Llevaba un vestido blanco de encaje, sencillo pero elegante, con un velo que le cubría la cara. Pero José Martín podía ver sus ojos a través del velo, y en esos ojos vio lo mismo que sentía él: miedo, emoción, amor, una mezcla de todo que era tan intensa que casi dolía.
Cuando llegó al altar, Don José María levantó el velo de María y besó su frente.
—Cuida de ella —le susurró a José Martín.
—Con mi vida —respondió José Martín.
Don José María puso la mano de María en la de José Martín. Fueron los primeros en tocarse sin una carabina presente, sin paredes entre ellos. José Martín sintió la mano pequeña de María temblar en la suya y la apretó suavemente, intentando transmitirle: "Estoy aquí. No tengas miedo. Vamos a hacer esto juntos".
La ceremonia fue larga, como eran todas las ceremonias católicas. Lecturas, oraciones, el sermón del padre Ignacio sobre el sacramento del matrimonio y las responsabilidades que conllevaba. José Martín apenas escuchaba. Solo era consciente de María a su lado, de su mano en la suya, del hecho de que en unos minutos sería su esposa.
Cuando llegó el momento de los votos, el padre Ignacio les preguntó:
—José Martín Guimaraens Stevenson, ¿aceptas a María Caruncho Astray como tu legítima esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de tu vida?
—Sí, acepto —dijo José Martín, y su voz salió más firme de lo que esperaba.
—María Caruncho Astray, ¿aceptas a José Martín Guimaraens Stevenson como tu legítimo esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de tu vida?
María vaciló solo un segundo—un segundo que a José Martín le pareció una eternidad—antes de responder:
—Sí, acepto.
—Entonces, por el poder que me confiere la Santa Iglesia Católica, los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Puede besar a la novia.
José Martín levantó el velo de María. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, vulnerables, confiando en él completamente. José Martín se inclinó y la besó suavemente, castamente, consciente de que toda la iglesia los estaba mirando.
Fue un beso breve. Pero en ese beso estaban contenidos tres años de espera, de anhelo, de amor imposible que finalmente se había hecho posible.
Cuando se separaron, María estaba sonriendo. Y José Martín supo que todo—cada día de espera, cada momento de duda, cada vez que había pensado en rendirse—había valido la pena.
El viaje de novios
Después de la ceremonia hubo un banquete en un hotel cerca de Los Cantones. Comida, vino, bailes. Todos querían felicitar a los novios, todos tenían algo que decir. José Martín sonreía y agradecía pero lo único que quería era estar a solas con María.
Finalmente, cuando ya había oscurecido, pudieron escaparse. Su viaje de novios sería a Francia—primero París, después Lourdes donde vivía la tía Honoria Stevenson, hermana de Virginia—. El tren salía a las nueve de la noche.
En el compartimiento privado del tren, finalmente solos por primera vez como marido y mujer, José Martín y María se miraron sin saber qué decir. Habían esperado tanto tiempo por este momento que ahora que estaba aquí, parecía irreal.
—¿Estás cansada? —preguntó José Martín.
—Un poco. Ha sido un día largo.
—Podemos dormir. No tenemos que... —José Martín se sonrojó—. Quiero decir, no hay prisa.
María sonrió, tomó su mano.
—José Martín, hemos esperado tres años. Creo que hemos tenido suficiente paciencia.
Y en ese compartimiento de tren viajando a través de la noche española, José Martín y María consumaron su matrimonio con una mezcla de torpeza, ternura y pasión que ninguno de los dos olvidaría jamás.
Lourdes
Pasaron diez días en París—visitando Notre Dame, el Louvre, paseando por las orillas del Sena—antes de continuar a Lourdes. María nunca había salido de Galicia y todo le parecía maravilloso y aterrador a la vez. Se aferraba al brazo de José Martín como si temiera perderse si lo soltaba.
—¿Siempre supiste que querías casarte conmigo? —le preguntó una noche mientras cenaban en un pequeño restaurante cerca de su hotel.
—Desde el momento en que te vi.
—Pero no me conocías.
—No necesitaba conocerte. Sabía lo esencial.
—¿Y qué es lo esencial?
José Martín pensó cuidadosamente.
—Que eras amable. Lo vi en cómo tratabas a tu tía. Que eras seria, reflexiva. Lo vi en tu manera de caminar, en cómo mirabas el mundo. Y que había en ti una tristeza que quería entender, que quería aliviar si podía.
María bajó la vista.
—Sigo siendo triste.
—Lo sé. Pero ahora soy yo quien está contigo en esa tristeza. Ya no estás sola.

Llegaron a Lourdes una tarde gris de finales de enero. La tía Honoria vivía en una casa austera cerca de la Basílica. Era una mujer de cincuenta y tantos años, nunca se había casado, dedicada por completo a obras de caridad y a la Iglesia. Tenía el pelo completamente blanco recogido en un moño severo, los ojos del mismo verde intenso de Virginia, y una manera de hablar que no admitía contradicciones.
Recibió a los recién casados con una comida formal en su casa. Era un domingo, después de misa, y había invitado también a otras personas piadosas de Lourdes—un cura viejo, dos monjas, un matrimonio francés muy formal—.
La comida fue tensa. José Martín intentaba conversar en su francés escolar, María apenas hablaba, intimidada por la formalidad de todo. La tía Honoria presidía la mesa con la autoridad de una reina, asegurándose de que todo estuviera perfecto.
El mantel era de encaje blanco, obviamente muy antiguo y muy valioso. La vajilla era porcelana fina. Todo estaba colocado con precisión milimétrica.
El vino derramado
Durante el segundo plato, mientras pasaban el vino, María alcanzó su copa y accidentalmente derramó una gota sobre el mantel inmaculado. Solo una gota. Pero en ese mantel blanco, la mancha roja parecía enorme.
María se puso roja como el vino. La tía Honoria frunció el ceño, claramente molesta. Las conversaciones en la mesa se detuvieron. Todos miraban la mancha, después a María, después a Honoria.
—Lo siento mucho —susurró María, con la voz quebrándose—. Yo... no quise...
José Martín vio la vergüenza en los ojos de María, la manera en que sus manos temblaban. Vio a la tía Honoria abriendo la boca para decir algo que probablemente sería cortante y humillante. Y sin pensarlo, sin calcular las consecuencias, tomó su propia copa—que estaba llena—y la vació completamente sobre el mantel.
El vino se esparció en una mancha enorme, cubriendo el encaje blanco con rojo brillante.
—Así está mejor —dijo José Martín con una sonrisa—. Ahora es un mantel decorado.
Hubo un silencio absoluto. Todos lo miraban con los ojos como platos. La tía Honoria estaba paralizada, su expresión oscilando entre el shock y la indignación.
Después, para sorpresa de todos—incluyendo a José Martín—la tía Honoria se echó a reír.
No fue una risita educada. Fue una carcajada genuina, profunda, que vino desde el fondo de su pecho y transformó completamente su cara severa. Era como si algo en ella que había estado cerrado durante años se abriera de repente.
—Muchacho —dijo cuando pudo hablar—, eres un desastre. Pero eres un desastre leal.
Miró a María, que todavía estaba roja de vergüenza pero ahora también sonreía tímidamente.
—Tienes suerte, María. La mayoría de los hombres habrían dejado que su esposa cargara sola con la vergüenza. Este... este te defiende incluso cuando significa arruinar un mantel de encaje de doscientos años.
—¿Doscientos años? —José Martín palideció—. ¿De verdad?
—De verdad. Era de mi bisabuela. Pero no importa. Es solo un objeto. Lo que importa es lo que acabas de demostrar.
—¿Qué demostré?
—Que María eligió bien. Que la protegerás, que la defenderás, incluso de las viejas gruñonas como yo.
Todos en la mesa rieron. La tensión se rompió. El resto de la comida fue mucho más relajado. Y la tía Honoria—que tenía fama de ser una mujer seria que nunca reía—no paró de sonreír el resto de la tarde.
La noche en el hotel
Esa noche, en la habitación del hotel donde se hospedaban, María le dijo a José Martín:
—Nadie nunca me había defendido así.
Estaba en camisón, sentada en la cama, con el pelo suelto por primera vez desde que se casaron. José Martín la miraba pensando que era más hermosa así, sin los moños formales, sin el peso de las expectativas.
—Siempre lo haré —respondió—. Para eso estamos juntos.
—¿Incluso si significa arruinar manteles antiguos?
—Incluso si significa arruinar todo lo que tengamos. Tú eres más importante que cualquier objeto, que cualquier opinión ajena, que cualquier cosa.
María se acercó a él, lo abrazó.
—Tenía tanto miedo de no ser suficiente para ti. De que te arrepintieras de haberme esperado tanto tiempo. De que la realidad de estar casado conmigo fuera decepcionante comparado con la fantasía.
José Martín le levantó la cara para que lo mirara.
—María, estos últimos diez días contigo han sido mejores que cualquier fantasía que haya tenido en tres años. Eres exactamente quien necesito que seas.
—¿Quién es esa?
—Tú misma. Solo tú misma.
Se besaron. Y en ese beso había una promesa: de lealtad, de protección, de amor que duraría cincuenta años.
La tía Honoria moriría cinco años después, en 1912, y les dejaría una herencia pequeña pero significativa que les permitiría a José Martín y María comprar su primer piso propio. Pero más importante que el dinero, les dejó una historia que contarían durante décadas: la historia del vino derramado y del marido que arruinó un mantel de doscientos años para defender a su esposa.
Y la historia terminaría siempre de la misma manera, con José Martín diciendo:
—Para eso estamos juntos.
Y con María respondiendo:
—Durante cincuenta años.
Y así fue. Durante cincuenta años, José Martín defendió a María. Y María le dio a José Martín algo que él nunca había tenido: un hogar verdadero, no solo un lugar sino una persona, alguien que lo ancló en el mundo y le dio sentido a todo.
Volvieron a La Coruña en febrero de 1907, como marido y mujer, listos para comenzar su vida juntos en la Casa Caruncho, rodeados de familia, construyendo algo nuevo sobre los cimientos de tres años de espera paciente.
El chileno loco había encontrado finalmente lo que buscaba. Y la muchacha triste había encontrado a alguien dispuesto a quedarse en su tristeza y convertirla en algo hermoso.
Era, a su manera imperfecta y humana, un final feliz.
O más bien, un comienzo feliz.
Porque lo mejor de sus cincuenta años juntos todavía estaba por venir.
FIN DEL LIBRO TERCERO

Deja un comentario