La Memoria del Agua

PRÓLOGO: LA SEPULTURA ROTA

La Coruña, 1975

María Caruncho Astray tenía ochenta y ocho años cuando murió, y había sobrevivido a todos. A su marido José Martín, muerto dieciocho años atrás. A sus padres, a sus hermanos mayores, a tres de sus quince hijos. Había sobrevivido a dos guerras mundiales, a una guerra civil, a la dictadura de Primo de Rivera y a la de Franco. Había visto nacer el siglo XX y ahora lo veía envejecer.

En su funeral, rodeada de hijos, nietos y bisnietos que llenaban la iglesia de San Jorge, alguien mencionó que la sepultura de los Guimaraens en Valparaíso llevaba décadas abandonada. Que la lápida se había quebrado en el terremoto de 1906 y nunca nadie la había reparado.

—No queda familia allí —dijo uno de sus hijos—. Todos vinieron a España.

Pero no era del todo cierto. Lo que no quedaba era memoria. La familia había cruzado el océano y con cada generación había olvidado un poco más de dónde venía. Los bisnietos de María ya no sabían que su sangre venía de Portugal, que había surcado el Pacífico en veleros con nombres portugueses, que había construido imperios y los había visto desmoronarse.

Esta es la historia que María nunca contó completa, porque nadie se la preguntó. Es la historia del agua: la que cruza océanos, la que une continentes, la que arrastra memorias como sedimentos en el fondo del mar.

LIBRO PRIMERO: LAS RAÍCES (1813-1868)

Capítulo 1: El hijo del naviero

Portugal, 1813

José Guimaraens nació en Portugal el año en que Napoleón invadía España y el mundo se desangraba en guerras que parecían no tener fin. Su padre era naviero y comerciante, un hombre práctico que había hecho fortuna transportando vino de Oporto y bacalao de Noruega. Su madre había muerto al darle a luz, dejando en José una ausencia que él nunca supo nombrar pero que llevó toda su vida como se lleva una piedra en el bolsillo.

Creció entre muelles y almacenes, entre el olor del salitre y el crujir de las maderas. A los diecisiete años, su padre le hizo una propuesta extraordinaria:

—Quiero que conozcas el mundo. Te daré un barco, tres profesores y dos años. Después vuelves y decides qué quieres hacer con tu vida.

Era 1830, y José era un muchacho delgado, de ojos oscuros y manos que no sabían estarse quietas. Partió en enero, cuando el Tajo arrastraba niebla y Lisboa parecía un grabado difuminado en gris.

Durante dos años navegó por rutas que su padre había trazado en mapas. Fue a Londres, a Ámsterdam, cruzó el Atlántico hasta Brasil. Los profesores le enseñaron astronomía, navegación, comercio, el arte de leer a los hombres en una negociación. Pero lo que José aprendió realmente fue otra cosa: aprendió que el mundo era inmenso, que había lugares donde podías reinventarte, donde tu apellido no pesaba como una lápida.

En 1832, con diecinueve años, José llegó a Valparaíso.

Capítulo 2: La ciudad sin memoria

Chile había sido español durante trescientos años, pero en 1812 se había arrancado ese pasado como quien se arranca una piel muerta. Era un país sin memoria, o más bien, un país que estaba inventando su memoria sobre la marcha. No había aristocracia antigua, no había títulos heredados de generación en generación. Todo estaba por hacerse.

José desembarcó en Valparaíso y supo inmediatamente que no volvería a Portugal.

La ciudad se extendía en un anfiteatro natural frente al Pacífico. Los cerros desnudos descendían hasta el plan, donde se apiñaban casas de adobe, almacenes, tabernas llenas de marineros de todas partes del mundo. Era caótico, polvoriento, hermoso en su fealdad. José alquiló un cuarto en una fonda del puerto y esa noche, mientras escuchaba el golpeteo de las olas contra el muelle, lloró sin saber muy bien por qué.

Quizás lloraba por su madre, a quien nunca había conocido. Quizás por su padre, a quien estaba traicionando al no volver. O quizás lloraba de alivio, porque por primera vez en su vida no sentía el peso de las expectativas ajenas.

Al tercer día cerró su primer contrato. Al mes, ya conocía cada capitán de puerto, cada comerciante importante, cada juez y cada alcalde. José tenía un don para las personas. Sabía escuchar, sabía cuándo hablar y cuándo callar, sabía leer en los ojos de un hombre si era de fiar o no.

Con el barco que su padre le había dado comenzó a hacer fletes. Con los beneficios compró otro barco. Y luego otro. Cuando llegó la noticia de que sus padres habían muerto en Lisboa—su padre de una neumonía, su madrastra pocas semanas después—José sintió un dolor sordo, como el de un golpe recibido hace tiempo que de pronto vuelve a doler. Pero no regresó. Invirtió la herencia en más barcos.

Capítulo 3: María de los silencios

En 1839, José se casó con María Quinteros.

La conoció en una cena en casa de comerciantes chilenos. Ella tenía veinticinco años, él veintiséis. María era una mujer callada, de manos pequeñas y gestos precisos. Hija de Fermín Quinteros y Josefa Sánchez, venía de una familia respetable pero sin fortuna. No era hermosa en el sentido convencional, pero había en ella una serenidad que José encontró magnética.

Su noviazgo duró tres meses. Se casaron en la iglesia de El Salvador un martes de abril, cuando Valparaíso amanecía cubierto de niebla. José le regaló un collar de perlas que había comprado en Panamá. María lo guardó en una caja de terciopelo y solo se lo puso dos veces más en toda su vida: para el bautizo de su hijo Vasco y para el entierro de su hija Ana.

El matrimonio funcionó porque ninguno esperaba demasiado del otro. José pasaba meses en el mar o en Chiloé supervisando operaciones. María llevaba la casa, bordaba, rezaba el rosario con las vecinas. No se escribían cartas porque José no sabía expresar en palabras lo que sentía, y María había aprendido desde niña que los sentimientos eran como los trapos sucios: mejor mantenerlos guardados.

Pero había ternura. Cuando José regresaba de un viaje, María le preparaba bacalao a la portuguesa, aunque nunca le salía como él recordaba de Lisboa. Y José traía siempre un regalo: una tela de China, un broche de plata de Perú, una figurita de marfil. Eran regalos mudos, torpemente escogidos, pero María los guardaba todos en un armario como quien guarda pruebas de amor.

Tuvieron dos hijos: Vasco José en 1844 y Ana en 1845.

Capítulo 4: Los nombres de los barcos

José bautizó sus barcos con nombres de familia. El Ana Guimaraens llevaba el nombre de su hija. El María Quinteros, el de su esposa. El Vasco Guimaraens, el de su hijo. Había algo conmovedor en esa manera de llevar a su familia consigo, incluso cuando estaba en alta mar, lejos de ellos.

Ana era una niña frágil, de salud delicada. Tosía mucho en invierno y María la envolvía en mantas, le daba infusiones de hierbas, rezaba a Santa Lucía para que la protegiera. José la miraba con una mezcla de orgullo y miedo, porque Ana tenía algo de él: esa inquietud, esa manera de mirar siempre más allá.

Vasco, en cambio, era robusto y despreocupado. Le gustaba la buena vida, los caballos, las fiestas. A los quince años ya bebía vino y fumaba cigarros cubanos. José intentaba moldearlo, enseñarle el negocio, pero Vasco no tenía el instinto comercial de su padre. Prefería gastar que ganar.

—Es joven —decía María—. Ya madurará.

Pero José sabía que no era cuestión de edad. Vasco había nacido rico y eso le había quitado el hambre. José, que había construido su fortuna de la nada, no sabía cómo transmitirle a su hijo esa urgencia, ese fuego.

Capítulo 5: El oro y la gloria

En 1848 estalló la fiebre del oro en California y Valparaíso se convirtió en el puerto más importante del Pacífico. José Guimaraens vivió sus años de mayor esplendor. Su flota creció hasta siete barcos. Compraba mercancías cuando nadie las quería y las vendía cuando todos las necesitaban. Era, en cierto sentido, un artista del comercio.

Compró casas en Valparaíso: una quinta en la calle de la Merced, una mansión en la calle de la Independencia. Compró también haciendas en el interior: Los Quillayes, de cinco mil hectáreas, y San José de Marga-Marga, de siete mil. Todo lo compraba al contado porque no creía en las deudas. "El dinero prestado es como el agua salada", decía. "Cuanto más bebes, más sed tienes".

María, que había vivido en la austeridad toda su vida, no supo qué hacer con la riqueza. Contrató sirvientas, compró vajilla inglesa, mandó hacer vestidos de seda en Francia. Pero seguía rezando el rosario todas las noches y daba a los pobres todo lo que podía. La riqueza, para ella, era algo prestado, algo que Dios podía quitar en cualquier momento.

Y tenía razón.

Capítulo 6: Todo lo que se pierde

En 1855 terminó la fiebre del oro. Los barcos de vapor comenzaron a desplazar a los veleros. José, con cuarenta y dos años, leyó los signos y vendió su flota. Invirtió en propiedades. Se convirtió en terrateniente. Ya no era el joven navegante que había llegado con diecinueve años y un sueño; era un hombre de mediana edad, próspero, respetado, pero también más triste, aunque no sabía por qué.

Quizás era porque el tiempo de los aventureros se había acabado. Chile se estaba civilizando, ordenando, y eso lo hacía menos interesante. O quizás era simplemente que José había alcanzado todo lo que quería alcanzar y ahora no sabía qué hacer con el resto de su vida.

En septiembre de 1866, la escuadra española bombardeó Valparaíso. José vio arder el puerto desde los cerros. Vio cómo los cañones destruían el mundo que él había ayudado a construir. Y dos semanas después, su hija Ana enfermó.

Tuberculosis. Los médicos usaron esa palabra como quien pronuncia una sentencia de muerte. Ana tenía veintiún años. Era delgada, pálida, con los ojos demasiado grandes para su cara. María la cuidó día y noche, sin dormir, rezando rosarios que ya no servían para nada.

Ana murió el 14 de septiembre de 1866.

José la enterró en el cementerio número uno de Valparaíso, en una sepultura de mármol que mandó construir especialmente. Tenía grabados su nombre, sus fechas, y una frase que José eligió: "Duerme en paz, hija mía".

Después del funeral, José se encerró en su despacho durante tres días. No comió, no habló con nadie. Cuando salió, parecía haber envejecido diez años.

Capítulo 7: La muerte llega de noche

José Guimaraens murió el 15 de abril de 1868, a los cincuenta y cinco años. Una parálisis lo fue consumiendo lentamente. Primero fue el brazo, luego la pierna, después la mitad de la cara. María lo cuidó como había cuidado a Ana, con esa dedicación silenciosa que era su forma de amor.

La noche antes de morir, José le pidió que se sentara a su lado. Tenía dificultad para hablar, pero consiguió decir:

—¿Fui un buen hombre?

María, que no era dada a las efusiones, le tomó la mano—una mano que ya no podía apretarla—y dijo:

—Fuiste todo lo que necesité.

No era verdad del todo, pero tampoco era mentira. José había sido un buen proveedor, un marido fiel, un padre que había intentado hacer lo correcto. Que no hubiera sabido expresar lo que sentía no significaba que no sintiera nada.

José murió al amanecer. María cerró sus ojos, le puso el rosario entre los dedos y se sentó a su lado hasta que llegaron a buscarlo. No lloró. Los hijos de María Quinteros no lloraban en público.

María sobrevivió veinticinco años más. Vivió de las rentas de las propiedades que José había comprado con tanta previsión. Vio crecer a sus nietos, vio a Vasco José dilapidar parte de la herencia en viajes a Europa, vio cómo Chile seguía cambiando, modernizándose, alejándose cada vez más del país joven que José había conocido.

Murió en 1893, en la casa patronal de Los Quillayes, rodeada de nietos que apenas la recordarían. Antes de morir dijo:

—Que me entierren con José.

Y así fue. La sepultaron en el cementerio número uno de Valparaíso, en la misma tumba de mármol.

LIBRO SEGUNDO: LOS HEREDEROS (1868-1904)

Capítulo 8: Vasco José, el hijo pródigo

Vasco José Guimaraens Quinteros tenía veinticuatro años cuando heredó la fortuna de su padre. Era un hombre apuesto, elegante, que hablaba español, inglés y francés con la misma fluidez. Le gustaba la buena vida: los caballos, el vino francés, las mujeres hermosas.

Su padre había trabajado toda su vida para construir un imperio. Vasco lo heredó sin esfuerzo y quizás por eso nunca lo valoró realmente. Se definía en los documentos como "propietario y rentista", nunca como comerciante o naviero. Vivía de arrendar las propiedades, de cobrar rentas, de vender cuando necesitaba dinero.

Se casó con Virginia Stevenson Cuming en 1869, en una ceremonia en París. Virginia era una belleza pelirroja, de piel pálida y ojos verdes, hija de un carpintero escocés que había construido la aduana de Valparaíso y de Clara Cuming, cuyo padre había sido el famoso naturalista Hugh Cuming.

El matrimonio fue una fusión de fortunas. Virginia traía su propia herencia: propiedades en Valparaíso, acciones de empresas, el prestigio del apellido Cuming. Vasco traía las haciendas, las casas, el apellido Guimaraens. Juntos formaban una de las parejas más elegantes de Valparaíso.

Vivieron entre Chile, París y Biarritz. Tenían doce baúles de equipaje cuando viajaban. Virginia encargaba sus vestidos en Lyon, sus sombreros en Londres. Vasco fumaba puros cubanos y jugaba al póker en los casinos europeos. Era la Belle Époque y ellos la vivieron con intensidad, como quien sabe que las épocas doradas no duran para siempre.

Capítulo 9: Los fantasmas de los hijos muertos

Tuvieron cinco hijos, pero solo tres sobrevivieron a la infancia.

Virginia, la primera, nació en 1870 y murió a los tres meses de un problema cerebral. Vasco y Virginia la enterraron en Valparaíso, en la sepultura familiar de los Guimaraens. Virginia lloró durante semanas. Vasco no lloró nunca, pero comenzó a beber más.

Ana nació en 1872. Era una niña alegre, de risa fácil, que se parecía a su abuela María Quinteros. Virginia la adoraba. Le compraba muñecas de porcelana de París, vestidos de encaje, zapatos diminutos de cuero. Ana murió a los tres años de una diarrea que no pudieron detener. Virginia dejó de comer durante un mes. Se quedó en una delgadez enfermiza, con los ojos hundidos y la piel grisácea. Vasco la llevó a Biarritz a recuperarse, pero Virginia nunca se recuperó del todo. Algo en ella se había roto.

Después vinieron Vasco José, Clara y José Martín. Cada vez que nacía un hijo, Virginia lo miraba con terror, esperando que también se le muriera. No los dejaba salir al jardín sin supervisión, no los dejaba comer nada que no hubiera probado antes ella misma. Los amaba con una desesperación que los ahogaba.

—Les vas a hacer daño con tanto cuidado —le decía Vasco.

—Ya me han hecho daño con demasiado descuido —respondía ella.

No hablaba de los hijos muertos, pero estaban ahí siempre, como sombras en las habitaciones bien iluminadas.

Capítulo 10: El dinero y el tiempo

Vasco José no tenía el instinto comercial de su padre. Cuando un arrendatario no pagaba, Vasco le daba más tiempo. Cuando necesitaba dinero, vendía propiedades en vez de buscar maneras de generar más ingresos. Era generoso hasta la imprudencia, prestaba dinero a amigos que nunca se lo devolvían, financiaba negocios que fracasaban.

En 1872 vendió la casa de su padre en la calle Independencia. Con el dinero vivieron durante un tiempo, viajaron, compraron más ropa, más lujos. En 1874 pidió una hipoteca contra Los Quillayes. En 1876, otra más.

Virginia pertenecía a la Liga de Damas Chilenas, una asociación de mujeres de la alta sociedad que se dedicaban a obras de caridad y a la supervisión moral de los espectáculos públicos. Virginia asistía a las reuniones, organizaba rifas, visitaba orfanatos. Era su manera de expiar algo, aunque no sabía muy bien qué.

En 1886, Vasco tuvo problemas para cobrar del arrendatario de Los Quillayes. Le demandó, pero el proceso judicial duró años. Mientras tanto, las deudas seguían acumulándose. En 1890, con cincuenta años, Vasco decidió vender la hacienda de San José de Marga-Marga por cien mil pesos.

Era una fortuna, pero también era el principio del fin. Estaba vendiendo el capital, no viviendo de los intereses. Y el capital siempre se acaba.

Ese mismo año, el 20 de septiembre, Vasco murió en Casablanca, ciudad cerca de Valparaíso. Era época de fiestas patrias, tres días de celebración continua donde se comía y se bebía sin parar. Vasco, que había bebido toda su vida sin consecuencias aparentes, sufrió una úlcera de estómago que lo mató en pocas horas.

Tenía cerca de cincuenta años. Lo enterraron en Valparaíso, en la sepultura familiar, junto a su padre, su madre y las dos hijas que había perdido.

Virginia se quedó viuda a los cuarenta y cinco años, con tres hijos adolescentes. Se mudó a Santiago y compró dos grandes casas en la avenida República, cerca de la Alameda. Era una manera de empezar de nuevo, lejos de Valparaíso y sus fantasmas.

Capítulo 11: Virginia, la superviviente

Virginia Stevenson tenía algo que Vasco nunca había tenido: la capacidad de resistir. Había enterrado a dos hijas y a un marido, había visto cómo la fortuna familiar se reducía año tras año, pero seguía adelante con una determinación que sorprendía a todos.

Se hizo cargo de Los Quillayes, la única hacienda que quedaba. La arrendó con condiciones duras, supervisó personalmente la gestión, peleó con abogados y administradores. No era trabajo para una dama de la alta sociedad, pero Virginia ya no era una dama, era una superviviente.

Sus hijos crecieron. Vasco José se hizo cargo de la hacienda, moviéndose entre Santiago y Casablanca. Clara se casó con Emilio Harmony, un norteamericano, y se fue a vivir a La Coruña, en España. José Martín se quedó con Virginia, ayudándola con las propiedades.

En 1902, Virginia volvió a casarse. Tenía cincuenta y cuatro años. Su nuevo marido era Romualdo de Silva Cortes, un joven abogado de veintidós años, amigo de su hijo José Martín.

El matrimonio escandalizó a la sociedad santiaguina. Una viuda respetable casándose con un hombre treinta y dos años menor era algo inaudito. Pero Virginia, que había perdido demasiado en su vida, había decidido que el qué dirán ya no importaba.

Romualdo era ambicioso. Entró en política, llegó a ser diputado del partido conservador. Virginia lo apoyó, organizó cenas, conoció gente, se movió en círculos de poder. Era feliz de una manera que nunca había sido con Vasco. Romualdo la hacía reír, la escuchaba, le pedía opinión sobre sus discursos políticos.

En 1909 vendieron Los Quillayes por ciento treinta mil pesos. Era el final de la era Guimaraens en Chile. Ya no quedaban propiedades, ya no quedaban barcos, ya no quedaba nada más que el recuerdo de José, el portugués que había llegado con diecinueve años y un sueño.

Virginia vivió hasta 1921. Murió en Santiago, en la casa que compartía con Romualdo, rodeada de sus hijos y nietos. Sus últimas palabras fueron:

—Díganle a Ana que ya voy.

Hablaba de su hija, la que había muerto a los tres años, cincuenta años atrás. Virginia la había llevado en el corazón toda su vida, como se lleva una herida que nunca termina de cicatrizar.

LIBRO TERCERO: EL VIAJE A EUROPA (1904-1907)

Capítulo 12: El flechazo

José Martín Guimaraens Stevenson tenía veintitrés años cuando desembarcó en Vigo en febrero de 1904. Venía de Valparaíso, había atravesado el Atlántico en el vapor alemán "Santos", y llevaba una carta de aceptación de la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, donde iba a estudiar Artes Mecánicas. Su madre se había casado con su amigo Romualdo, y eso le había animado a buscar nuevos aires.

Pero primero quería pasar unos días en La Coruña, donde vivía su hermana Clara.

José Martín era un joven apuesto, de modales refinados, que hablaba español, inglés y francés. Había sido bombero voluntario en Valparaíso, como su abuelo Martín Stevenson. Era profundamente religioso, educado, cortés. El tipo de hombre que las madres deseaban para sus hijas.

El 2 de marzo, al día siguiente de llegar a La Coruña, salió a pasear por la ciudad. Era un día ventoso, típico del marzo gallego. Caminaba por el Cantón Grande cuando la vio.

Ella iba acompañada de su tía. Era una muchacha joven, de una belleza melancólica, con los ojos grandes y tristes. José Martín se quedó paralizado. No fue un enamoramiento gradual; fue un flechazo, inmediato e irreversible.

Las siguió. Entró detrás de ellas en una paragüería, las siguió por la calle Real, las siguió hasta que entraron en un portal en la calle del Obelisco.

Esa noche José Martín no pudo dormir. Intentaba recordar su rostro pero la memoria se le escapaba, como agua entre los dedos. Solo sabía que algo en él había cambiado para siempre.

Al día siguiente fue a la casa consignataria y anuló su pasaje a Bélgica.

Capítulo 13: La vigilia del amor

Durante un año, José Martín vigiló ese portal. Averiguó que se llamaba María, que pertenecía a la familia Caruncho, una familia importante de La Coruña. Que tenía veinte años. Que era la mayor de diez hermanos.

La veía salir de vez en cuando, siempre acompañada. Nunca hablaba con ella, solo la miraba desde lejos, como quien contempla algo sagrado que no puede tocar.

Sus amigos de Valparaíso le escribían preguntando cuándo volvería. Su madre le preguntaba por sus estudios. José Martín mentía en sus cartas. Decía que todo iba bien, que La Coruña era una ciudad maravillosa, que pronto iría a Bélgica.

Pero la verdad era que había dejado de pensar en el futuro. Solo existía el presente, y el presente era María caminando por las calles de La Coruña, con su velo de tristeza y sus ojos enormes.

Una noche, José Martín fue al portal donde vivía María y encendió una hoguera con periódicos. Quería que la luz del fuego iluminara su rostro, para verla mejor. Los vecinos salieron alarmados, pensando que había un incendio. José Martín tuvo que explicar, avergonzado, que solo quería ver mejor a la señorita del segundo piso.

La historia se supo en toda La Coruña. "El chileno loco que quema periódicos por amor", decían. María, en su casa, se moría de vergüenza. Pero también, en secreto, estaba conmovida.

Capítulo 14: La propuesta imposible

Pasó otro año. José Martín ya no podía soportarlo más. Una mañana se presentó en casa de los Caruncho sin previo aviso, pidió ser recibido y le dijo al padre de María, José María Caruncho Becerra:

—Señor, amo a su hija y quiero casarme con ella.

José María Caruncho era un hombre serio, propietario de la fábrica de puros La Intimidad de La Habana, uno de los hombres más ricos de La Coruña. Miró a José Martín con una mezcla de sorpresa y diversión.

—¿Y ella lo sabe? ¿Están en relaciones de noviazgo?

—No, señor.

—¿Ha hablado alguna vez con ella?

—No, señor.

José María Caruncho se echó a reír. Era una situación absurda, pero había algo en la sinceridad de ese joven chileno que lo desarmó.

—Joven, hay que dar tiempo al tiempo.

José Martín salió de esa casa con una certeza: la única prueba a la que se le sometía era la de la constancia. Y él podía ser constante. Llevaba dos años siéndolo.

María, mientras tanto, había pasado de la vergüenza a la curiosidad. ¿Quién era ese hombre que la miraba desde lejos? ¿Qué veía en ella que la hacía digna de tanta devoción?

Una tarde, cuando salía de misa, María se detuvo un momento frente a José Martín. Sus miradas se cruzaron. Ella sonrió levemente, casi imperceptiblemente. Después siguió caminando con su tía.

Pero esa sonrisa cambió todo.

Capítulo 15: El terremoto y la promesa

En agosto de 1906, un terremoto devastó Valparaíso. José Martín recibió la noticia por carta de su madre. La ciudad había quedado destruida, los incendios habían arrasado barrios enteros, miles de muertos. La casa donde había nacido ya no existía.

Leyó la carta en su habitación de la pensión donde vivía en La Coruña. Lloró por primera vez en años. Lloró por la ciudad que había sido su hogar, por los amigos muertos, por un mundo que se desmoronaba al otro lado del océano.

María se enteró. Le envió una nota breve, escrita con letra cuidadosa: "Lo acompaño en su dolor. María".

Era la primera vez que ella le escribía. José Martín guardó esa nota en su billetera y la llevó consigo el resto de su vida.

Una semana después, María le hizo llegar un mensaje a través de su padre: aceptaba recibirlo en su casa.

Comenzaron un noviazgo formal. Se veían los domingos, siempre con carabina. Paseaban por la Marina, tomaban chocolate en la Casa Caruncho. María le preguntaba por Chile, por Valparaíso, por su familia. José Martín hablaba y hablaba, feliz de poder compartir su vida con ella.

Un día, María le dijo:

—Si nos casamos, tienes que prometerme que nunca volverás a Chile. Que nunca me dejarás.

José Martín entendió el miedo de María. Ella temía que él fuera un espejismo, que un día desapareciera como había aparecido, cruzando el océano de vuelta.

—Te lo prometo —dijo él—. Esta es mi casa ahora. Tú eres mi casa.

Y cumplió. Nunca volvió a Chile.


Capítulo 16: La boda y el vino derramado

Se casaron el 17 de enero de 1907 en la iglesia de San Jorge. Él tenía veintiséis años, ella veinte. La madrina fue Clara, la hermana de José Martín, que había llorado de felicidad al ver a su hermano tan enamorado.

De viaje de novios pasaron por Lourdes, donde vivía la tía Honoria Stevenson, hermana de Virginia. Era una mujer seria, de gestos bruscos, que recibió a los recién casados con una comida formal en su casa.

Durante la comida, María derramó accidentalmente una gota de vino en el mantel de encaje blanco. Honoria frunció el ceño, claramente molesta. María se puso roja de vergüenza.

José Martín, sin pensarlo, tomó su copa y vació todo el vino sobre el mantel.

—Así está mejor —dijo con una sonrisa.

Honoria lo miró sorprendida, después miró a María, y finalmente se echó a reír. Fue la primera y última vez que alguien la vio reír.

Esa noche, en la habitación del hotel, María le dijo a José Martín:

—Nadie nunca me había defendido así.

—Siempre lo haré —respondió él—. Para eso estamos juntos.

Y así fue. Durante cincuenta años.


LIBRO CUARTO: LA CASA CARUNCHO (1907-1939)

Capítulo 17: Los quince hijos

Diez meses exactos después de la boda, nació José María, el primer hijo. Después vinieron otros catorce: María, Vasco (que murió), Vasco (le pusieron el mismo nombre), Antonio, Fernando, Pilar, Esther, Olga, Eduardo, Javier, Jaime, Joaquín, Berta y Héctor.

Quince embarazos en veinticuatro años. María parió con la regularidad de las estaciones, su cuerpo una fuente inagotable de vida. Cada parto era más difícil que el anterior. Después del décimo, el médico le dijo a José Martín:

—Si tiene más hijos, podría morir.

Pero siguieron viniendo. María no sabía decir que no. Y José Martín la amaba cada noche con la misma intensidad del primer día.

Vivían en la Casa Caruncho, el enorme edificio que el abuelo Antonino había construido en Los Cantones, frente al Obelisco. Era una mansión de cuatro plantas, con fachada a la Calle Real y la Rúa Nova. En la planta baja estaba el Café Oriental, el más glamuroso de La Coruña. En las plantas superiores vivían José Martín y María con sus hijos, junto con la madre de María, María Astray, viuda, y varios hermanos solteros de María.

Era una casa llena de ruidos, de vidas que se entrecruzaban. Los niños corrían por el pasillo largo como un desfile interminable. Allí se cocinaba para veinte personas cada día. José Martín trabajaba en su gran afición, la ebanistería, construyendo muebles con una paciencia infinita.

Él se definía en los documentos como "propietario y rentista". Vivía de la herencia de su padre y de lo que le había dejado su tía Honoria al morir en 1912. No era una fortuna inmensa, pero era suficiente para mantener a una familia numerosa con cierta holgura.

Capítulo 18: La Primera Guerra y las pérdidas

En 1914 estalló la Gran Guerra en Europa. Aunque España se mantuvo neutral, las consecuencias económicas fueron devastadoras. Las inversiones se desplomaron, los bonos perdieron hasta el cincuenta por ciento de su valor. José Martín vio cómo su patrimonio se reducía mes a mes.

—Tendremos que ajustarnos —le dijo a María.

Ella, que había crecido en la abundancia de la Casa Caruncho, aceptó sin quejarse. Despidieron a algunas sirvientas, dejaron de comprar ropa nueva, comieron menos carne. Pero seguían siendo ricos comparados con la mayoría. Los niños seguían yendo a buenos colegios, seguían veraneando en el campo.

En 1917 murió José María Caruncho Becerra, el padre de María, con cincuenta y seis años. Un infarto lo mató en su casa de Almeiras. María lloró durante semanas. Era la primera pérdida importante de su vida adulta. Su padre había sido su ancla, el hombre que le había enseñado lo que era la constancia, el trabajo, la dignidad.

La herencia se repartió entre diez hermanos, por lo que la parte de María no fue muy significativa. Además, José María había tenido que vender la Casa Caruncho en 1915, anticipando las dificultades económicas. El edificio pasó a ser el Hotel Palace.

Fue como perder un pedazo de su identidad. María había nacido en esa casa, había crecido en ella, se había casado viviendo en ella. Y ahora era un hotel donde dormían extraños.

Capítulo 19: El crack y los hijos que trabajan

En 1921 murió Virginia Stevenson en Santiago de Chile, la madre de José Martín. Él no pudo viajar al funeral. Lloró en silencio, leyendo y releyendo la carta de su hermano Vasco José que le contaba los detalles.

Su madre había muerto en una casa que José Martín nunca conoció. Se sintió extranjero en su propia familia, como si hubiera traicionado algo al quedarse en España.

Al año siguiente murió su hermano Vasco José con cuarenta y nueve años, sin haber tenido hijos. José Martín recibió la noticia con una tristeza sorda. Quedaban solo dos hermanos: él y Clara. De los cinco hijos de Virginia y Vasco, solo dos seguían vivos.

En 1922 liquidaron todas las propiedades de la familia en Chile. Le tocaron a José Martín noventa y nueve mil pesos, casi un millón de euros actuales. Pareció mucho dinero, pero vino en el peor momento.

En 1929 estalló el crack de la bolsa de Nueva York. La Gran Depresión arrasó el mundo. Todo lo que José Martín había invertido se evaporó. De pronto, con cuarenta y nueve años y quince hijos, se encontró sin recursos suficientes.

—Los niños tendrán que trabajar —le dijo a María.

Fue un momento terrible para ambos. Dos generaciones enteras de Guimaraens posteriores a José el portugués habían vivido sin trabajar, solo de las rentas. José el portugués había trabajado. Y ahora todo se había desmoronado.

Los hijos mayores comenzaron a trabajar como funcionarios en ministerios. José María, el mayor, entró en la Delegación Regional de Pesca. Antonio trabajó en el Ministerio de Hacienda. Poco a poco, todos fueron encontrando empleos modestos, burocráticos, respetables pero sin gloria.

José Martín nunca se perdonó del todo. Sentía que había fallado, que había dilapidado la herencia de su abuelo. María intentaba consolarlo:

—Hiciste lo que pudiste. Nadie podía prever lo que pasó.

Pero José Martín llevaba la culpa como se lleva una piedra en el pecho.

Capítulo 20: La guerra que lo cambia todo

En julio de 1936 estalló la Guerra Civil. España se partió en dos, y La Coruña quedó del lado de los sublevados desde el primer día. José María, el hijo mayor, se incorporó al ejército franquista. Tenía veintiocho años, estaba casado con Carmelina García-Ramos y tenían dos hijos pequeños.

María no durmió durante tres años. Cada día esperaba la noticia de que su hijo había muerto. Rezaba rosarios interminables, iba a misa todos los días, encendía velas a todos los santos.

José Martín envejeció veinte años durante la guerra. Veía las noticias en los periódicos, escuchaba las historias de los refugiados que llegaban de otras partes de España.

Toda la familia se trasladó a Madrid durante un tiempo, donde varios de los hijos trabajaban como funcionarios.

Cuando terminó la guerra en 1939, volvieron a La Coruña. Vivían en una casa de la calle Linares Rivas, con José Martín durmiendo en literas con sus hijos varones y María con las hijas. José María, el hijo mayor, había sobrevivido, ascendido a capitán, condecorado. María lo abrazó en la estación de tren y lloró como nunca había llorado, ni siquiera cuando murió su padre.

Ese mismo año murió María Astray González de Briones, la madre de María, con setenta y tres años. Había sobrevivido a su marido veintidós años, había visto crecer a sus diez hijos, a sus decenas de nietos. Murió en paz, rodeada de familia, como había vivido.


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