DE CORLEONE A JEREZ (III) - LOS DE BLAS
Un relato de resistencia inquebrantable, hasta llegar a Concha de Blas, nuestra antepasada. (10 páginas)
- CAPÍTULO 7: La familia de Blas
- Las montañas de Segovia
- Los Blas de Calatrava: Una familia de influencia
- Francisco Javier: El artesano (1752-1819)
- María: La joven que cambió todo (1790-después de 1819)
- El cortejo imposible (1810-1811)
- La boda escandalosa (1812)
- Andrea: El fruto tardío (1814)
- De Andrea a Concha: La línea continúa
- Mauricia Álvarez: Huérfana desde niña (1822-1856)
- La muerte de Mauricia: Una familia destrozada (1856)
- El orgullo familiar: Un primo ministro (1872)
- El encuentro con Liborio (1873)
- EPÍLOGO DEL CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 7: La familia de Blas
Las montañas de Segovia
Mientras los Perrino se establecían en Arévalo y los Morera dominaban las rutas comerciales entre Cataluña y Castilla, una tercera familia labraba su destino en las montañas de Segovia. Los de Blas eran castellanos de pura cepa, arraigados a la tierra como los robles del Guadarrama, duros como las piedras de sus montañas.
No hay huidas dramáticas desde tierras lejanas en su historia. No hay imperios comerciales construidos con astucia. Los de Blas eran gente de la tierra: pastores, agricultores, artesanos. Vivían, trabajaban y morían en un radio de treinta kilómetros, generación tras generación.
Pero en su aparente simplicidad había una fortaleza que ni los Perrino ni los Morera poseían: raíces tan profundas que ninguna tormenta podía arrancarlas.
Los Blas de Calatrava: Una familia de influencia
El apellido Blas —o de Blas— provenía de Otero de Herreros, un pueblo de las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. Durante generaciones trabajaron como pastores y agricultores. Uno de ellos decidió mudarse a Villacastín buscando mejores oportunidades.

En Villacastín, los Blas de Calatrava se convirtieron en una familia acomodada e influyente. Durante varias generaciones ejercieron diversos cargos en el concejo de la ciudad y tuvieron la propiedad de la principal escribanía del pueblo.
No eran aristócratas, pero sí parte de la élite local. El tipo de familia cuyo apellido abría puertas.
Uno de ellos, Mauricio Blas de Calatrava, fue Alcalde de Villacastín en 1813. Durante la invasión francesa, se resistió a pagar los tributos exigidos. Los franceses lo encerraron en la cárcel del Castillo de Segovia hasta que el pueblo cediera —la misma táctica que habían usado con Valentín Perrino en Arévalo.
Y del primo hermano de Mauricio nacería una línea que produciría a Bonifacio de Blas Muñoz, quien en 1872 sería Ministro de Estado bajo el reinado de Amadeo I de Saboya. Era la mayor personalidad que Villacastín había producido jamás.
Ese era el linaje del que descendería Concha de Blas. Alcaldes, escribanos, ministros.
Francisco Javier: El artesano (1752-1819)
Pero antes de llegar a Concha, debemos contar otra historia. Una historia de amor escandaloso que la familia contaría durante generaciones.
Francisco Javier de Blas nació el 28 de febrero de 1778 en Villacastín. Era carpintero y ocasionalmente albañil, oficios prácticos que alimentaban a una familia. Pero había algo en la forma en que trabajaba la madera que iba más allá de la simple funcionalidad.
Cuando hacía una mesa, las proporciones eran exactamente correctas, las juntas tan perfectas que parecían haberse formado naturalmente. Cuando tallaba una puerta, añadía pequeños detalles decorativos, sutiles pero elegantes.
—¿Por qué gastas tiempo en esos adornos? —le preguntaba su maestro cuando era aprendiz—. Nadie paga extra por ellos.
—Lo sé —respondía Francisco Javier—. Pero sin ellos, la puerta es solo madera. Con ellos, es algo más.
Era su forma de dejar una marca en el mundo.
A los veintiocho años se casó con Paula García González, una mujer práctica de Villacastín. Tuvieron varios hijos. La vida era buena, no fácil pero satisfactoria.
Pero en 1799, Paula murió, probablemente durante un parto. Francisco Javier, a los cuarenta y siete años, se encontró viudo con varios hijos que criar.
Durante casi un año funcionó en una nebulosa de dolor. Trabajaba mecánicamente, cuidaba de sus hijos con ayuda de vecinas, pero había perdido esa chispa que lo había caracterizado. Ya no añadía detalles decorativos a su trabajo. Simplemente existía.
Fue su hija mayor quien finalmente lo sacudió.
—Padre, madre no hubiera querido que te marchitaras así. Ella hubiera querido que vivieras.
Tenía razón. Y gradualmente, Francisco Javier empezó a emerger de su dolor.
María: La joven que cambió todo (1790-después de 1819)
María Gutiérrez nació el 1 de noviembre de 1790 en Fuente de Santa Cruz, un pueblito de Segovia. Era la menor de su familia, huérfana de padre desde niña, criada en pobreza pero no en miseria.
A los veinte años trabajaba en Villacastín como costurera, viviendo con una tía y ganándose la vida con las manos. No era especialmente hermosa según los estándares convencionales, pero tenía algo que captaba la atención: una vivacidad, una energía, unos ojos oscuros que brillaban con inteligencia.
Conoció a Francisco Javier en la iglesia después de misa un domingo de 1810. Él tenía cincuenta y ocho años. Ella veinte.
Treinta y ocho años de diferencia.
Debería haber sido imposible. Un hombre casi anciano en aquella época y una mujer que apenas había dejado de ser niña. Pero había algo entre ellos desde el primer momento.
Francisco Javier estaba recogiendo sus herramientas después de reparar un banco de la iglesia cuando María se acercó.
—Hace un trabajo hermoso —dijo ella, tocando el banco con apreciación—. La mayoría de los carpinteros solo harían algo funcional. Usted hace arte.
Francisco Javier la miró sorprendido. Nadie más había notado sus detalles decorativos.
—Es solo madera —dijo modestamente.
—No —respondió María con convicción—. Es madera con alma. Hay una diferencia.
Esa conversación fue el principio.
Durante los siguientes meses se encontraron "casualmente" después de misa. Conversaban. Él le hablaba de su trabajo, de cómo veía patrones en la madera. Ella le hablaba de sus sueños, de su frustración con las limitaciones de su vida.
—Eres diferente —le dijo María una vez—. Los otros hombres del pueblo son tan prácticos. Solo piensan en trabajo, comida, dinero. Tú piensas en cosas más grandes.
—Soy un carpintero viejo —respondió Francisco Javier—. No hay nada especial en mí.
—Te equivocas —dijo María—. Hay magia en tus manos. Lo veo en todo lo que creas.
Francisco Javier empezó a enamorarse. No como había amado a Paula —ese había sido un amor de juventud. Este era diferente: más tranquilo, más consciente, más improbable pero no menos real.
Y María también se estaba enamorando. No porque buscara seguridad económica, sino porque Francisco Javier la veía. Realmente la veía. No como una criada pobre, sino como una persona con pensamientos, sueños, valor.
En una época donde las mujeres jóvenes eran invisibles a menos que fueran hermosas o ricas, ser vista era su propio tipo de magia.
El cortejo imposible (1810-1811)
Cuando se hizo obvio que Francisco Javier estaba cortejando a María, el escándalo en Villacastín fue inmediato y brutal.
—Es una buscadora de oro —susurraban las viejas—. Quiere su casa, sus ahorros.
—Es un viejo verde —decían los hombres—. Debería darle vergüenza.
—Es antinatural —coincidían todos—. Treinta y ocho años de diferencia.
Pero lo peor fue la reacción de los hijos de Francisco Javier.
Su hijo mayor, Tomás, que tenía treinta y cinco años —quince años mayor que María— confrontó a su padre.
—¿Qué estás haciendo, padre? —preguntó sin rodeos—. Todo el pueblo habla. Nos estás avergonzando.
—No estoy haciendo nada vergonzoso —respondió Francisco Javier con calma—. Estoy cortejando a una mujer que admiro.
—¡Esta niña es más joven que yo! —explotó Tomás—. ¿No ves lo ridículo que es?
—Veo que soy viejo, sí —admitió Francisco Javier—. Pero no veo por qué eso significa que debo estar solo por el resto de mi vida. Tu madre murió hace once años. He llorado suficiente. Ahora quiero vivir otra vez.
Su hija Elena fue aún más directa.
—Es por el dinero —dijo con amargura—. Esa muchacha sabe que cuando mueras heredará todo. Está robando nuestra herencia.
—Vuestra herencia es lo que yo decida dejaros —dijo Francisco Javier con acero en su voz—. Y si María se casa conmigo y tenemos hijos, esos hijos tendrán los mismos derechos que vosotros.
Eso era precisamente lo que temían. No era solo el escándalo social. Era el dinero. Si se casaba con María y tenían hijos, la herencia se dividiría en más partes.
—No permitiremos esto —dijo Tomás—. Hablaremos con el párroco.
—Soy un hombre libre —respondió Francisco Javier—. Y María es una mujer libre. No necesitamos vuestra aprobación.
María también enfrentaba hostilidad brutal. Una tarde, después de misa, la esposa de un comerciante la confrontó directamente.
—¿No tienes vergüenza? Un hombre que podría ser tu abuelo. Es repugnante.
María, que había soportado semanas de susurros, finalmente explotó.
—¿Vergüenza de qué? ¿De ser pobre? Ya lo sabía. ¿De amar a un hombre bueno que me trata con respeto? Eso nunca será vergonzoso. Y es sobre ser vista como persona. Francisco Javier me ve. Me escucha. Me valora. ¿Cuántos de vuestros maridos pueden decir lo mismo de vosotras?
Fue un golpe que dio en el blanco. Muchas de las mujeres que la juzgaban tenían matrimonios de conveniencia donde eran poco más que amas de llaves. La idea de que esta costurera pobre tuviera respeto genuino de su pareja las enfurecía.
Esa noche, María fue a ver a Francisco Javier.
—Quizás debamos parar —dijo con voz cansada—. Esto te está causando problemas con tus hijos.
Francisco Javier la miró.
—¿Quieres parar?
—No —admitió María—. Pero no quiero destruir tu relación con tus hijos.
—Mis últimos años —repitió Francisco Javier—. Todos asumen que porque tengo cincuenta y ocho años, debo estar al borde de la tumba. Pero mi padre vivió hasta los setenta y cinco. Podría tener veinte años más. ¿Debo pasar esos años solo para evitar el escándalo?
—Te amo —dijo María simplemente—. Al hombre real. Con todas tus arrugas y canas.
—Entonces casémonos —dijo Francisco Javier—. Y que el pueblo diga lo que quiera.
La boda escandalosa (1812)
Se casaron el 17 de febrero de 1812 en la iglesia de Villacastín. Él tenía sesenta años. Ella veintidós.
Ninguno de los hijos de Francisco Javier asistió. La iglesia estaba prácticamente vacía. Algunos vecinos curiosos vinieron a mirar el espectáculo.
Pero cuando intercambiaron votos, cuando se miraron a los ojos y prometieron amarse, había algo en ese momento que trascendía el escándalo. Era real. Era genuino. Era amor, por improbable que fuera.
Los primeros años fueron difíciles. El ostracismo social continuó. Los hijos de Francisco Javier esparcían rumores, trataban de arruinar su negocio.
María soportó todo con dignidad que sorprendió incluso a Francisco Javier.
—¿Por qué no los confrontas? —le preguntó.
—Porque son tus hijos —respondió María—. Y porque entiendo por qué están enojados. Si mantengo la dignidad, eventualmente tendrán que reconocerlo. O no. De cualquier forma, podré dormir con la conciencia tranquila.
En 1813, María quedó embarazada. Los hijos de Francisco Javier estaban furiosos. Ya no era teórico. Era real.
Andrea: El fruto tardío (1814)
Andrea de Blas Gutiérrez nació el 4 de febrero de 1814, después de un parto que duró casi dos días.
Francisco Javier, esperando afuera con sus hijos adultos que habían venido por deber, pensó que perdería a María. Escuchó sus gritos durante horas.
Tomás puso una mano en su hombro.
—Padre, quizás esto es una señal. Quizás Dios está diciendo que este matrimonio no debía ser.
Francisco Javier apartó la mano bruscamente.
—Cállate. Si ella muere, será porque los partos son peligrosos. Pero no te atrevas a usar su muerte para validar tus prejuicios.
Finalmente, escuchó el llanto de un bebé. La comadrona salió, exhausta pero sonriendo.
—Una niña. Saludable. Y la madre sobrevivió, aunque está muy débil.
Francisco Javier, este hombre de sesenta y dos años, lloró de alivio.
Los años después del nacimiento de Andrea fueron los más felices de su vida. Sus hijos mayores gradualmente se resignaron. Francisco Javier dedicaba cada momento posible a Andrea, enseñándole a ver belleza en cosas simples.
Francisco Javier murió el 23 de junio de 1819, a los sesenta y siete años. Simplemente no despertó una mañana. Andrea tenía cinco años.
María quedó viuda a los veintiocho años con una hija de cinco años que criar. Los hijos adultos de Francisco Javier ofrecieron ayuda mínima. María cosía, limpiaba casas, horneaba pan. Trabajaba hasta que sus dedos sangraban.
Todo por Andrea.
Andrea creció en pobreza pero no en miseria. Su madre le enseñó lecciones que valían más que dinero: que el mundo no te debe nada, que todo hay que pelearlo, pero también que su padre le había dejado la capacidad de ver belleza.
De Andrea a Concha: La línea continúa
Andrea se casó y tuvo hijos. La sangre de Francisco Javier y María continuó fluyendo.
Mientras tanto, en otra rama de la familia de Blas, se desarrollaba la historia que llevaría directamente a Concha.
Román Blas de Calatrava (1778-después de 1857), descendiente de los Blas de Calatrava, se había casado dos veces. De su segundo matrimonio con Catalina de Coca nació Sebastián de Blas de Coca (1816).

Sebastián se convirtió en profesor de educación primaria. En una época donde la mayoría era analfabeta, ser maestro te colocaba entre los más educados de la comunidad.
Pero ser maestro significaba ir donde hubiera puestos disponibles. Mudarse constantemente de pueblo en pueblo.
Mauricia Álvarez: Huérfana desde niña (1822-1856)
Mauricia Álvarez Sáez nació el 3 de noviembre de 1822 en El Espinar, Segovia.
Su madre murió cuando Mauricia tenía solo dos años, el 11 de marzo de 1824. Creció huérfana de madre, criada por un padre viudo que eventualmente se volvió a casar. La relación con la madrastra fue complicada.
Mauricia aprendió temprano a ser autosuficiente, a no esperar que otros la protegieran.
Se casó con Sebastián de Blas el 4 de junio de 1842, cuando ella tenía diecinueve años y él veintiséis.
En 1843, Sebastián fue nombrado profesor en Monterrubio, un municipio a once kilómetros de Villacastín. Toda la familia se trasladó allí.
Sebastián y Mauricia tuvieron varios hijos:
- Crisógeno (nacido en 1850)
- Concha (nacida en 1852) - nuestra antepasada
- Mauricio (nacido en 1855)
Pero entonces vino la tragedia que definiría la infancia de Concha.
La muerte de Mauricia: Una familia destrozada (1856)
En 1856, Mauricia murió. Tenía solo treinta y tres años.
Concha tenía apenas cuatro años cuando perdió a su madre.
Era demasiado joven para entender completamente. Solo sabía que su madre, esa presencia que había sido el centro de su mundo, de repente ya no estaba.
Sebastián quedó viudo a los treinta y ocho años, solo, con tres niños pequeños y un trabajo que requería moverse constantemente.
No podía hacerlo solo. Se trasladó con sus hijos a Arévalo, donde tenía familiares que podían ayudar. Vivían en la plazuela del Salvador número 11.
Sebastián se desplazaba a Donhierro —a una legua de distancia— para trabajar como maestro, pero los niños se quedaban en Arévalo.
La madrastra y la familia reconstituida
Eventualmente, Sebastián se casó en segundas nupcias con María Saturnina Martín. La familia reconstituida continuó viviendo en la plazuela del Salvador número 11.
Para Concha, ahora de cinco o seis años, era otra transición difícil. Una madrastra que no era su madre. Una familia que se sentía diferente.
No hay registros de que María Saturnina fuera cruel, pero tampoco hay evidencia de que fuera particularmente cálida. Era lo que muchas madrastras eran: alguien que cumplía sus deberes sin el amor instintivo de una madre biológica.
Concha aprendió a navegar este nuevo mundo. A ser educada pero cautelosa. A no esperar demasiado afecto. A proteger sus propias emociones.
Y entonces vino la tragedia que marcaría su infancia para siempre.
El año terrible: La muerte de dos hermanos (1861)
En 1861, cuando Concha tenía nueve años, murieron sus dos hermanos.
Crisógeno murió en marzo, con apenas diez años, debido a un problema circulatorio.
Mauricio murió en octubre, de seis años, de gastroenteritis.
En siete meses, Concha perdió a sus dos hermanos. Los únicos que quedaban de su familia original. Los únicos que recordaban a su madre como ella la recordaba.
Era demasiado. Demasiada pérdida para una niña de nueve años. Madre muerta a los cuatro. Hermanos muertos a los nueve. Viviendo con una madrastra en una familia reconstituida.
El tipo de infancia que te templa o te destruye.
Concha fue templada.
Pero también aprendió una lección brutal: no te encariñes demasiado con nadie porque los puedes perder. Era una coraza emocional construida de dolor y pérdida.
El orgullo familiar: Un primo ministro (1872)
Pero Concha también tenía motivos para orgullo.

En 1872, cuando ella tenía veinte años, su primo hermanastro Bonifacio de Blas Muñoz fue nombrado Ministro de Estado bajo el reinado de Amadeo I de Saboya.
Era la mayor personalidad que Villacastín había producido jamás. Y aunque la conexión familiar era distante, daba cierto prestigio a la rama de los de Blas a la que Concha pertenecía.
Los Blas de Calatrava. Alcaldes. Ministros. Gente de importancia.
Concha llevaba esa sangre. Y aunque ella misma había crecido pobre, huérfana, marcada por pérdidas, sabía de dónde venía.
El encuentro con Liborio (1873)
Por herencia familiar de los Blas de Calatrava, Sebastián había llegado a ser propietario de algunas tierras en las provincias de Segovia, Valladolid y Ávila. No eran riquezas, pero proporcionaban cierta estabilidad.
Y vivían en la plazuela del Salvador número 11 en Arévalo.
Justo al otro lado de esa pequeña plazuela, en el número 1, vivía otra familia. Los Perrino.
Era prácticamente inevitable que Concha de Blas y Liborio Perrino se conocieran. La plazuela no era grande. Las familias se cruzarían constantemente.
Concha tenía veinte años en 1873. Había perdido a su madre a los cuatro años, a sus hermanos a los nueve, había crecido con una madrastra, había visto demasiada muerte para alguien tan joven.
Pero no estaba quebrada. Estaba templada. Fuerte. Cautelosa pero no cerrada.
Y cuando conoció a Liborio Perrino Morera —este joven de veinticuatro años que había abandonado sus estudios de Derecho para manejar las propiedades familiares después de la muerte de su padre— vio algo en él que reconoció.
Otro que había sacrificado sus propios sueños por responsabilidad familiar. Otro que entendía el peso del deber. Otro que había sido marcado por pérdidas pero que seguía adelante.
Se casaron el 10 de octubre de 1873 en la iglesia de Santo Domingo de Silos en Arévalo.
Y con ese matrimonio, la convergencia de tres familias estaba completa:
Los Perrino, desde Sicilia. Los Morera, desde Cataluña. Los de Blas, desde las montañas de Segovia.
Tres corrientes que ahora fluían juntas en Liborio y Concha.
EPÍLOGO DEL CAPÍTULO 7
La historia de los de Blas es una historia de supervivencia y dignidad.
Del romance escandaloso de Francisco Javier y María que desafió al mundo. De Andrea creciendo pobre pero amada. De Mauricia muriendo joven dejando niños huérfanos. De Concha perdiendo a su madre y a sus hermanos.
No hay grandes fortunas en esta historia. No hay imperios comerciales. Solo pérdidas constantes y la negativa a ser quebrada por ellas.
Cuando la sangre de Blas se mezcló con la sangre de Perrino y Morera, trajo consigo esa fortaleza. Esa capacidad de soportar pérdidas imposibles y seguir adelante. Esa dignidad que ninguna circunstancia puede robar.
Concha llevaría esa sangre al matrimonio con Liborio. Y sus cinco hijos heredarían no solo las tres sangres sino también las tres fortalezas: la determinación siciliana de los Perrino, la ambición comercial catalana de los Morera, y la resistencia inquebrantable castellana de los de Blas.
Tres familias. Tres historias. Una convergencia.
FIN DEL LIBRO TERCERO
Continuará...
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Ya conocemos de donde vienen nuestras Conchas. Procurad que no se pierda El nombre.
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