LA MEMORIA DEL AGUA - LIBRO CUARTO: LA GRAN FAMILIA
Los quince hijos Guimaraens Caruncho. La pérdida de la fortuna familiar. La guerra civil de José María Guimaraens Caruncho (20 páginas)
Capítulo 26: Los quince hijos

El primer hijo llegó exactamente diez meses después de la boda. Como si María hubiera quedado embarazada en la noche de bodas y el bebé hubiera decidido ser puntual
Nació el 17 de noviembre de 1907, un domingo por la mañana, después de un parto que duró catorce horas. El médico—un hombre mayor que había atendido partos en La Coruña durante treinta años—salió finalmente de la habitación con un bulto envuelto en mantas.
—Es un varón. Fuerte y sano. Su esposa está bien, solo agotada.
José Martín tomó al bebé con manos temblorosas. Era la primera vez que sostenía a un recién nacido. Era tan pequeño, tan frágil, que José Martín tenía miedo de romperlo. Pero al mismo tiempo sentía algo enorme llenándole el pecho: orgullo, terror, amor, responsabilidad, todo mezclado en una emoción tan intensa que casi no podía respirar.
—¿Cómo se llamará? —preguntó el Dr. Varela.
José Martín había estado pensando en eso durante meses. Quería honrar a su familia, a las generaciones que habían venido antes. Pero también quería que el nombre fuera español, que su hijo perteneciera aquí, no al Chile que José Martín había dejado atrás.
—José María —dijo finalmente—. Por su abuelo materno.
Entró a la habitación. María estaba en la cama, pálida, con el pelo pegado a la frente por el sudor. Cuando vio a José Martín con el bebé, extendió los brazos.
—Déjame verlo.
José Martín le pasó al niño. María lo miró durante un largo momento, tocándole la carita arrugada, los puñitos cerrados. Después empezó a llorar—no de tristeza sino de algo más complejo, una mezcla de alivio y amor y miedo ante la enormidad de lo que acababa de hacer.
—Es perfecto —susurró.
—Como su madre —dijo José Martín.
La avalancha
Después de José María vinieron los demás. Uno tras otro, con una regularidad que era casi mecánica.
Un Vasco en 1909 que murió a las tres semanas de una fiebre que ningún médico pudo curar. María en 1910. Otro Vasco en 1912—María insistió en repetir el nombre, como si pudiera reemplazar al hijo perdido—. Antón en 1914. Fernando en 1916. Pilar en 1917. Esther en 1919. Olga en 1920. Eduardo en 1921. Javier en 1922. Jaime en 1923. Joaquín en 1926. Berta en 1928. Y finalmente Héctor en 1931, cuando María tenía cuarenta y cuatro años y todos pensaban que ya había terminado.
Quince embarazos en veinticuatro años. María parió con la regularidad de las estaciones, su cuerpo una fuente inagotable de vida. Cada embarazo le robaba algo—calcio de sus huesos, hierro de su sangre, energía de su alma—. Pero seguía adelante porque eso era lo que se esperaba de ella. Porque José Martín la amaba cada noche con la misma intensidad del primer día y María no sabía cómo decirle que no. Porque en el fondo, a pesar del agotamiento, cada hijo era un milagro que ella nunca había esperado tener.
Los partos se volvían más difíciles con cada uno. El primero había sido largo pero relativamente sencillo. Para el quinto, María sangraba tanto que el doctor tuvo que llamar a otro médico para ayudarlo. Para el octavo, el bebé venía mal colocado y tuvieron que girarlo manualmente, un procedimiento que dejó a María gritando durante horas.
Después del décimo—Eduardo, nacido en 1921—el doctor llevó a José Martín aparte.
—Su esposa no puede seguir así. Cada parto la debilita más. Si tiene más hijos, podría morir. ¿Me entiende? Podría morir en el parto.
José Martín sintió que se le helaba la sangre.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que tienen que dejar de tener hijos. Ya tienen diez. Es suficiente. Más que suficiente. Si siguen así, un día María no sobrevivirá.
José Martín asintió, pero esa noche, cuando María se recuperó lo suficiente como para hablar, le contó lo que había dicho el médico. María lo escuchó en silencio, después dijo:
—No puedo negarme a ti.
—Entonces yo me negaré.
—¿Puedes?
Era una pregunta honesta. José Martín la amaba con una intensidad que a veces lo asustaba. La idea de no tocarla, de dormir cada noche a su lado sin poder amarla, era casi insoportable.
—Puedo intentarlo —dijo.
Pero no pudo. O quizás simplemente no quiso intentar lo suficientemente fuerte. Cinco hijos más llegaron en los siguientes once años. Y con cada embarazo, José Martín vivía aterrado de que el doctor tuviera razón, de que esta vez sería la vez en que María no sobreviviera.
Pero sobrevivió. A los quince. Su cuerpo era más fuerte de lo que nadie—incluyendo ella misma—había imaginado.
La Casa Caruncho
Vivían en la Casa Caruncho, el edificio que el abuelo de María—Antonino Caruncho—había construido en Los Cantones, justo frente al Obelisco. Era una estructura imponente de cuatro plantas que ocupaba toda una esquina, con fachada tanto a la Calle Real como a la Rúa Nova.
La planta baja era el Café Oriental, el establecimiento más glamuroso de La Coruña. Tenía grandes ventanales que daban a Los Cantones, mesas de mármol, sillas de respaldo alto tapizadas en terciopelo rojo. Por las tardes se llenaba de señoras de la alta sociedad tomando chocolate y pasteles. Por las noches, caballeros jugando al dominó y fumando puros mientras bebían coñac.
Las plantas superiores eran la vivienda familiar. Era un espacio enorme—doce habitaciones, tres salones, un comedor que podía acomodar a veinte personas—pero nunca parecía suficientemente grande para contener a todos los que vivían allí.
Era una casa llena de ruidos, de vidas que se entrecruzaban. Los niños corrían por el pasillo largo—más de treinta metros de un extremo a otro del edificio—como si fuera una pista de carreras. Sus gritos y risas rebotaban en los techos altos, mezclándose con el sonido del piano que alguien siempre parecía estar tocando mal, con las conversaciones en la cocina donde se cocinaba para veinte personas cada día, con el tic-tac de media docena de relojes que nunca estaban sincronizados.
José Martín a veces se sentaba en su pequeño taller de ebanistería—un cuarto en el fondo del piso que había convertido en su refugio—y escuchaba el caos de la casa a su alrededor. Y se preguntaba cómo había terminado aquí: él, el muchacho chileno que había llegado a España hace veinticinco años con planes de estudiar ingeniería, ahora padre de una tribu interminable en una mansión gallega llena de gente.
No era lo que había planeado. Pero era, de alguna manera que no podía explicar completamente, exactamente donde debía estar.
La ebanistería

José Martín había descubierto su amor por trabajar la madera poco después del nacimiento de su tercer hijo. Necesitaba algo que hacer con las manos, algo que lo calmara, que le diera un sentido de control en medio del caos de la paternidad múltiple.
Había empezado con cosas simples: arreglar una silla rota, construir una estantería para los juguetes de los niños. Pero descubrió que tenía talento natural para eso. Sus manos—que habían sido inútiles para tantas cosas prácticas—entendían la madera de una manera instintiva. Sabía cómo cortarla, cómo lijarla, cómo ensamblar las piezas para que encajaran perfectamente.
Con el tiempo, su taller se llenó de herramientas: sierras, cinceles, cepillos, limas. El olor a serrín y barniz impregnaba su ropa. María se quejaba de que siempre tenía astillas en las manos, pero secretamente le gustaba verlo trabajar. Había una paz en José Martín cuando estaba en su taller que no tenía en ningún otro lugar.
—Podrías hacer de esto un negocio —le dijo María una vez.
—No quiero un negocio. Quiero un refugio.
—¿Refugio de qué?

José Martín miró alrededor de su taller: las virutas de madera en el suelo, las herramientas colgadas ordenadamente en la pared, la mesa de trabajo donde un nuevo proyecto siempre lo esperaba.
—De la responsabilidad. De ser padre de quince hijos. De ser el hombre al que todos miran esperando que tenga las respuestas. Aquí puedo ser solo... yo. Solo un hombre que hace cosas con las manos.
María lo entendió. Cada uno necesitaba su refugio. El de José Martín era su taller. El de María era la capilla de San Jorge, donde iba cada mañana a rezar antes de que los niños se despertaran. Eran los únicos momentos en que no eran padre y madre, marido y mujer. Solo eran ellos mismos.
Propietario y rentista
En los documentos oficiales, José Martín se definía como "propietario y rentista". Era una frase elegante que básicamente significaba que vivía de herencias y rentas, no de un trabajo activo.
Su padre Vasco había muerto en 1890, cuando José Martín tenía solo nueve años. Le había dejado una parte de la fortuna que el abuelo José había construido—no era inmensa, porque Vasco había dilapidado mucho, pero era suficiente—. Esa herencia generaba ingresos modestos que llegaban desde Chile: rentas de propiedades, dividendos de inversiones.
En 1910, con 30 años, José Martín es nombrado Vicecónsul Honorario (sin ser funcionario) de la República de Chile en La Coruña, cargo que desempeñó durante muchos años, velando por los intereses de sus compatriotas que llegaban en barco a la ciudad. También perteneció al Consejo consultivo de la CASA AMÉRICA-GALICIA
En 1912, cuando José Martín tenía treinta y dos años y ya tenía cinco hijos, su tía Honoria había muerto en Lourdes. Honoria—la mujer seria que se había reído cuando José Martín derramó el vino en el mantel—nunca se había casado, nunca había tenido hijos. Había dedicado su vida a obras de caridad y a la Iglesia. Y había nombrado a José Martín su heredero universal.
No era una fortuna. Honoria había vivido austeramente, había dado mucho a la caridad. Pero lo que dejó—una casa en Lourdes que José Martín vendió, algunas inversiones, algo de dinero en el banco—fue suficiente para asegurar el futuro de su creciente familia.
Entre las rentas de Chile y la herencia de Honoria, José Martín podía mantener a su familia con cierta holgura. No eran ricos—no como lo había sido el abuelo José en sus mejores días—pero tampoco pasaban necesidades. Los niños iban a buenos colegios. Comían bien. Tenían ropa decente. Veraneaban en casas alquiladas en el campo.
La familia se compró uno de los primeros automóviles que circularon por La Coruña, uno descapotable con volante en el medio de los que hay que arrancar con manivela.
Era una vida cómoda, burguesa, respetable. Y José Martín se sentía a veces culpable por ello. Su abuelo había construido un imperio con sus propias manos. Él simplemente vivía de lo que otros habían construido antes.
—No tienes por qué sentirte mal —le decía María cuando él expresaba estas dudas—. Estás criando catorce hijos. Eso es trabajo suficiente para cualquier hombre.
Tenía razón. Pero aun así, José Martín se preguntaba a veces qué habría sido de él si hubiera ido a Lovaina como estaba planeado, si se hubiera convertido en ingeniero, si hubiera construido algo propio en vez de vivir de las construcciones de otros.
Pero entonces miraba a sus hijos corriendo por el pasillo, escuchaba a María cantando en la cocina, sentía el peso familiar de una herramienta en su mano mientras trabajaba la madera. Y pensaba: "Esto es suficiente. Esto es más que suficiente".
La vida cotidiana
Las mañanas en la Casa Caruncho eran caóticas. María se levantaba a las seis, iba a misa en San Jorge, volvía a las siete para comenzar a despertar a la tribu. Los más pequeños necesitaban ayuda para vestirse. Los medianos peleaban por el baño. Los mayores intentaban desayunar mientras estudiaban para exámenes.
José Martín desayunaba solo en su estudio—era su único momento de paz antes de que comenzara el día—. Leía el periódico, tomaba café cargado, fumaba un cigarro. A las ocho bajaba a la batalla.
Los niños iban a diferentes colegios dependiendo de su edad. Los varones mayores al Instituto. Las niñas mayores a las monjas. Los pequeños a las escuelas primarias locales. Salían en oleadas: primero los mayores, después los medianos, finalmente los pequeños acompañados por alguna criada.
A las nueve, cuando el último niño había salido, la casa quedaba extrañamente silenciosa. María y las criadas comenzaban la limpieza. Los hermanos solteros de María salían a sus respectivos trabajos.
José Martín iba a su taller. Allí pasaba las mañanas trabajando en sus proyectos de madera, escuchando el ruido amortiguado del Café Oriental en la planta baja, el murmullo de la ciudad al otro lado de las ventanas.
La comida principal era a las dos. Todos los niños volvían del colegio. Se sentaban a una mesa enorme—había que poner extensiones para que cupieran todos—. Se cocinaba en cantidades industriales: sopas en ollas gigantes, pescado o carne para veinte, montañas de patatas y verduras.
Las conversaciones eran un caos. Todos hablaban a la vez. Los pequeños se peleaban. Los mayores discutían de política o de fútbol. Doña María Astray intentaba imponer orden sin mucho éxito. José Martín se sentaba en la cabecera de la mesa, observando su tribu con una mezcla de orgullo y agotamiento.
María iba y venía de la cocina, asegurándose de que todos comieran suficiente, resolviendo disputas, cortando la carne a los más pequeños. Apenas comía ella misma. Para cuando se sentaba, ya casi había terminado la comida y los mayores ya estaban levantándose.
Las tardes eran para los deberes escolares. Los mayores ayudaban a los pequeños. José Martín ayudaba con las matemáticas y los idiomas—todavía hablaba inglés y francés fluido aunque raramente tenía ocasión de usarlos—. María supervisaba el cosido de las niñas, la práctica del piano.
Las cenas eran más tranquilas, más pequeñas. Solo la familia inmediata, sin los hermanos solteros que salían a sus propias actividades sociales. Se comía lo que sobraba de la comida. Los niños más pequeños ya estaban en la cama. Los que quedaban hablaban en voz más baja, cansados del día.
A las diez, José Martín y María finalmente estaban solos en su habitación. Agotados, apenas capaces de hablar. José Martín a veces intentaba leerle a María—poesía, novelas, lo que fuera—pero ella generalmente se quedaba dormida antes de que terminara la primera página.
Y al día siguiente, todo empezaba de nuevo.
Los hijos
Cada hijo era diferente. José Martín intentaba conocerlos a todos individualmente, pero con catorce era imposible darle a cada uno la atención que merecía.
José María, el mayor, era serio y responsable. Desde pequeño había asumido el papel de hermano mayor, ayudando con los pequeños, mediando en disputas.
Y así cada uno. Catorce personalidades diferentes, Catorce conjuntos de necesidades, catorce futuros que José Martín y María tenían que guiar de alguna manera hacia algo que se pareciera a la adultez funcional.

Era abrumador. Imposible. Y sin embargo, de alguna manera, lo hacían. Día tras día, año tras año, criaban a su tribu con una mezcla de amor, disciplina, improvisación y pura terquedad.
La pregunta que nunca se hacía
Una noche, cuando María estaba embarazada del decimoquinto—Héctor, aunque todavía no sabían que sería un niño ni que sería el último—José Martín le preguntó algo que nunca le había preguntado antes.
Estaban en la cama, María con su enorme barriga de ocho meses, José Martín con las manos sobre el vientre sintiendo al bebé moverse dentro.
—¿Eres feliz? —preguntó.
María se quedó callada durante un largo momento. Tanto que José Martín pensó que no iba a responder.
—No sé si feliz es la palabra correcta —dijo finalmente—. Estoy... completa. Agotada. Asustada a veces de que no sea suficiente para todos ustedes. Pero completa. ¿Tiene sentido?
—Creo que sí.
—¿Y tú? ¿Eres feliz?
José Martín pensó en el muchacho de veintitrés años que había llegado a La Coruña con una maleta y un plan de estudiar ingeniería. Pensó en los tres años que había esperado a María, en la certeza loca de que ella era su destino. Pensó en esta vida que habían construido juntos—caótica, ruidosa, imposible de controlar—.
—Sí —dijo—. Contra todo pronóstico, creo que soy feliz.
—Incluso con catorce hijos?
—Especialmente con catorce hijos. Aunque me estés matando poco a poco.
María se rió, esa risa suave que reservaba solo para él.
—¿Te estoy matando a ti? Yo soy la que los lleva y los pare.
—Cierto. Tú eres la heroína. Yo solo soy el cómplice.
—Un cómplice entusiasta.
—Muy entusiasta —admitió José Martín.
Se quedaron en silencio, José Martín todavía con las manos sobre el vientre de María. El bebé dio una patada fuerte.
—Este va a ser boxeador —dijo José Martín.
—O bailarina. Podría ser niña.
—Será niño. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Intuición. Y si es niño, ¿cómo lo llamaremos?
María lo pensó.
—Héctor. Me gusta Héctor.
—Héctor Guimaraens Caruncho. Tiene fuerza.
—Será el último —dijo María de repente.
—¿Cómo sabes?
—Lo sé. Igual que tú sabes que será niño. Lo sé.
Y tenía razón. Héctor fue el último. Después de él, aunque José Martín y María siguieron compartiendo la cama durante años, no hubo más embarazos. Como si el cuerpo de María finalmente hubiera dicho "ya es suficiente" y se hubiera cerrado esa puerta.
Héctor nació en 1931. María tenía cuarenta y cuatro años. El parto fue largo y difícil. El doctor, que ahora tenía más de setenta años y había atendido los quince partos, salió de la habitación agotado.
—Señor Guimaraens, su esposa es la mujer más fuerte que he conocido. Pero por favor, por el amor de Dios, no tengan más hijos. No sobrevivirá un decimosexto.
—No habrá un decimosexto —prometió José Martín.
Y cumplió esa promesa. No porque se lo impusiera, sino porque simplemente ya no hubo más. Catorce hijos. Era, decidieron ambos, más que suficiente legado para una vida.
Era, de hecho, una tribu entera. Un pequeño ejército. Una prueba viviente de que el amor—incluso el amor que había comenzado con un flechazo absurdo en el Cantón Grande veintiséis años atrás—podía multiplicarse y crear algo mucho más grande que sus partes individuales.
Catorce vidas. Catorce futuros. Catorce caminos diferentes que todos comenzaban en la Casa Caruncho, en ese edificio enorme y ruidoso donde José Martín el chileno y María la gallega habían decidido echar raíces tan profundas que nunca podrían ser arrancadas.
Capítulo 27: La Primera Guerra y las primeras pérdidas
La noticia llegó a La Coruña en agosto de 1914 como llegan todas las catástrofes: primero como rumor, después como realidad ineludible. Alemania había invadido Bélgica. Francia había declarado la guerra. Inglaterra se había unido. Europa entera se estaba desangrando.
José Martín leyó los titulares del periódico con una sensación de irrealidad. Bélgica. Lovaina. La universidad donde había planeado estudiar ingeniería diez años atrás, la vida que nunca había vivido, estaba siendo bombardeada y quemada.
—¿España se unirá? —preguntó María esa noche durante la cena.
—No lo sé —respondió José Martín—. Esperemos que no.
España no se unió. El rey Alfonso XIII declaró la neutralidad del país. Pero la neutralidad no significaba inmunidad de los horrores.
La guerra lejana
Durante los primeros meses, la guerra parecía algo remoto, casi irreal. Las noticias llegaban en titulares que José Martín leía durante el desayuno: "Batalla del Marne", "Trincheras en el Somme", "Millones de muertos". Pero eran solo palabras. Lugares lejanos.
La vida en La Coruña continuaba con total normalidad. Los niños seguían yendo al colegio. El Café Oriental en la planta baja seguía lleno. Las campanas de San Jorge seguían llamando a misa cada mañana.
Pero poco a poco, la guerra empezó a filtrarse en sus vidas. Los periódicos traían fotografías terribles. Algunos productos empezaron a escasear.
Una tarde, después de una misa especial por la paz, María dijo con lágrimas en los ojos:
—No puedo dejar de pensar en todas esas madres. Madres como yo, con hijos como los nuestros, viendo a sus hijos ir a la guerra.
José Martín la abrazó en medio de la plaza.
—Nuestros hijos están a salvo. España no va a entrar en la guerra.
En 1915, ante la venta de la Casa Caruncho para construir el Hotel Palace, la familia se muda a una casa en la calle Ferrol 21.
Las consecuencias económicas de la guerra fueron devastadoras. Cualquier tipo de inversión o bonos sufrieron cuantiosísimas pérdidas, llegando hasta el 50%, y esto afectó a las inversiones de José Martín. No es hasta que la guerra finaliza en 1918 cuando las rentabilidades comienzan a mejorar lentamente.
Marzo de 1917
El telegrama llegó un martes de marzo. Era media mañana. La criada joven subió corriendo las escaleras con el sobre amarillo en la mano, su cara pálida.
—Señora —jadeó—. Un telegrama.
María lo abrió con manos temblorosas. Los telegramas nunca traían buenas noticias.
PADRE FALLECIDO STOP INFARTO ESTA MAÑANA EN ALMEIRAS STOP ANTONINO
El telegrama se le cayó de las manos. Rosa la agarró antes de que se cayera también.
José Martín apareció en la puerta, alertado por el grito. Vio a María sostenida por Rosa, vio el telegrama en el suelo, y supo.
—¿María? ¿Qué pasó?
Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Mi padre. Ha muerto.
Don José María Caruncho Becerra había muerto en su casa de Almeiras. Había estado trabajando en su despacho cuando simplemente se desplomó. Infarto fulminante. Tenía cincuenta y seis años.
María lloró durante tres días seguidos. José Martín nunca la había visto así. Este dolor era diferente. Más profundo. Era el dolor de perder no solo a un padre sino a un ancla, a la persona que había definido lo que era correcto y bueno en el mundo.
Los niños no entendían completamente.
—¿Por qué llora mamá? —preguntó Pilar.
—Porque el abuelo se ha ido al cielo —explicó José Martín—. Y lo extraña mucho.
La herencia
La lectura del testamento fue un mes después del funeral. La parte de María ascendía a cincuenta mil pesetas más una participación en la fábrica de puros.
José Martín sugirió invertir la mayor parte en bonos europeos.
—La guerra terminará eventualmente. Si invertimos ahora, multiplicaremos el dinero cuando las cosas mejoren.
María asintió, confiando en su juicio. Invirtieron cuarenta mil pesetas. Guardaron diez mil como fondo de emergencia.
Era, pensó José Martín, una estrategia prudente. Segura.
No podía saber que doce años después, esas inversiones se evaporarían en el crack más grande que el mundo moderno había visto.
Pero eso vendría después. Por ahora, con la herencia segura y la familia creciendo, José Martín y María seguían construyendo algo juntos.
Don José María había muerto. Pero lo que había enseñado—constancia, trabajo, dignidad, amor—vivía en su hija y en los nietos que nunca verían crecer.
Era la única inmortalidad real: vivir en aquellos a quienes amamos, en aquellos que vienen después.
Capítulo 28: El crack bursátil y los hijos que trabajan
La carta de Chile llegó en julio de 1921, con el sello negro de luto en la esquina del sobre. José Martín la reconoció inmediatamente como carta de duelo antes incluso de abrirla. Su mano tembló ligeramente mientras rasgaba el sobre.
Era de su hermano Vasco José, escrita con letra apresurada, casi ilegible:
Querido hermano:
Es con profundo dolor que te escribo para informarte del fallecimiento de nuestra madre Virginia. Murió el 13 de junio en su casa de Santiago, por el corazón. El médico dice que fue la arterioesclerosis.
El funeral fue ayer. Toda Santiago vino a despedirla. Estaba hermosa en su ataúd, con su pelo blanco recogido como le gustaba. Romualdo está destrozado. Llevaban casados diecinueve años y la amaba profundamente, a pesar de la diferencia de edad.
Ojalá hubieras podido estar aquí. Te extrañó mucho durante todos estos años, aunque nunca te lo dijera directamente. En sus últimos años hablaba a menudo de ti, del hijo que se había ido a España y nunca volvió. No era un reproche—solo tristeza.
Tu hermano que te quiere, Vasco José
José Martín leyó la carta tres veces antes de dejarla sobre el escritorio. Virginia. Su madre. Muerta en una casa que él nunca conoció, en una ciudad donde nunca había vivido, rodeada de una familia a la que él había abandonado hacía diecisiete años.
Se sintió extranjero en su propia familia. Como si hubiera traicionado algo fundamental al quedarse en España, al elegir a María sobre Chile, al construir su vida aquí mientras su madre envejecía sola al otro lado del océano.
No lloró inmediatamente. El dolor vendría después, en oleadas inesperadas durante las siguientes semanas. Pero en ese momento solo sintió un vacío extraño, como si una cuerda que lo conectaba a su pasado finalmente se hubiera cortado.
María lo encontró en su taller esa tarde, sentado inmóvil con la carta en las manos.
—¿Qué pasó? —preguntó, aunque ya lo sabía por su cara.
—Mi madre. Murió.
María se sentó a su lado, tomó su mano.
—Lo siento mucho.
—No pude ir al funeral. No pude despedirme. No la he visto en diecisiete años, María. Diecisiete años. Y ahora nunca la volveré a ver.
—Ella entendía por qué te quedaste.
—¿Tú crees? ¿O solo lo digo para sentirme mejor?
María no respondió. No había respuesta que pudiera aliviar esa culpa.
José Martín guardó la carta en un cajón junto con todas las otras cartas de Chile que había recibido a lo largo de los años. Testimonios de una vida que había elegido no vivir. Fantasmas de caminos no tomados.
1922: Vasco José
Un año después llegó otra carta. Esta vez de un abogado en Santiago.
Estimado Sr. Guimaraens:
Lamento informarle del fallecimiento de su hermano Vasco José Guimaraens Stevenson, ocurrido el 18 de marzo de 1922. Tenía cuarenta y nueve años. Murió después de una enfermedad de varios meses.
Su hermano no dejó testamento ni herederos directos. Como su familiar más cercano sobreviviente, usted hereda su parte de las propiedades familiares...
José Martín dejó de leer. Vasco José. El hermano con quien había jugado de niño, con quien había compartido habitación, con quien había soñado aventuras. Muerto a los cuarenta y nueve años sin haber tenido hijos, sin haber dejado marca en el mundo más allá de su nombre.
De los cinco hijos que Virginia y Vasco habían tenido, solo quedaban dos: José Martín y Clara. Virginia la primera había muerto de bebé. Ana había muerto a los tres años. Vasco José acababa de morir. Solo quedaban el exiliado en España y la que se había casado con un americano.
José Martín se dio cuenta de algo terrible: la línea Guimaraens en Chile se había extinguido. Él era el único varón que quedaba, y él vivía en España. Sus hijos eran españoles, llevarían el apellido Guimaraens pero serían gallegos, no chilenos. El imperio que su abuelo José había construido en Valparaíso había terminado.
Esa noche le dijo a María:
—Somos los últimos. Clara y yo. De toda la familia Guimaraens en Chile, solo quedamos nosotros dos. Y ninguno vive allá.
—Pero tus hijos llevan el apellido.
—No es lo mismo. Son españoles. Chile es solo una palabra para ellos, un lugar donde nació papá. No es real para ellos.
—¿Te arrepientes? ¿De haberte quedado?
José Martín la miró: cuarenta y dos años, once hijos, el pelo comenzando a encanecer, el cuerpo marcado por tantos embarazos. Su María. Su esposa. Su hogar.
—No —dijo finalmente—. No me arrepiento. Pero eso no significa que no duela.
La liquidación
En octubre de 1922 recibió otra carta del abogado en Santiago. Todas las propiedades de la familia Guimaraens en Chile habían sido liquidadas. Las casas vendidas, las inversiones cerradas, las cuentas saldadas. A José Martín le correspondían noventa y nueve mil pesos chilenos.
Era una fortuna. Convertido a euros, equivalía a casi un millón.
El dinero llegó en marzo de 1923 mediante transferencia bancaria. José Martín fue al banco en La Coruña y miró el papel que certificaba el depósito, casi sin poder creerlo.
—¿Qué vamos a hacer con tanto dinero? —preguntó María esa noche.
—Invertirlo. Ponerlo a trabajar. Si lo hacemos bien, este dinero nos mantendrá el resto de nuestras vidas. Y después mantendrá a nuestros hijos. Y a nuestros nietos.
—¿Dónde lo invertirás?
—En América. En Estados Unidos. La economía allí está creciendo como nunca antes. Si compramos acciones ahora, en diez años habremos multiplicado el dinero por diez.
Era 1923. La economía americana estaba en pleno auge. El mercado de valores subía y subía. Todo el mundo hablaba de fortunas hechas de la noche a la mañana. José Martín consultó con banqueros, con inversores, con gente que supuestamente entendía estas cosas. Todos le dijeron lo mismo: América era el futuro. Invertir en América era invertir en el éxito garantizado.
Así que invirtió. Casi todo. Noventa mil pesos en acciones americanas diversificadas: acero, automóviles, ferrocarriles, petróleo. Las industrias del futuro. Guardó solo nueve mil como fondo de emergencia.
Era una decisión sensata. Prudente. Exactamente lo que cualquier hombre razonable habría hecho en 1923.
En 1929, esa decisión los arruinaría.
Los años dorados
Pero eso vendría después. Entre 1923 y 1929, fueron años buenos. Las inversiones crecían. Cada trimestre llegaba un informe del banco mostrando que las acciones habían subido otro diez por ciento, otro quince. El dinero se multiplicaba sin que José Martín tuviera que hacer nada más que esperar.
Los hijos seguían llegando. Quince hijos finalmente, catorce vivos cuando Héctor nació en 1931.
Los niños mayores comenzaban a crecer. José María tenía veinte años en 1927, un joven serio que estudiaba para ser funcionario. María tenía dieciocho, hablaba de ser monja pero José Martín esperaba que fuera solo una fase (luego Olga sí que fue monja). Antón tenía catorce, siempre con un libro bajo el brazo.
Eran años de relativa prosperidad. No eran ricos—nunca serían ricos como lo había sido el abuelo José—pero eran cómodos. Los niños iban a buenos colegios. Comían bien. Tenían ropa decente. Veraneaban en el campo.
José Martín había dejado de sentirse culpable por vivir de rentas. Esta era su vida ahora. Esta era la vida que había elegido. Y no era una vida mala.
Trabajaba en su taller de ebanistería, creando muebles cada vez más elaborados.
María había encontrado su ritmo después de tanto embarazo. Conocía su papel: madre de catorce, maestra de virtud, ancla de la familia. Corría la casa con eficiencia militar. Cada hijo sabía exactamente qué se esperaba de él. Las comidas eran a tiempo. La ropa siempre limpia. Los deberes supervisados. La disciplina firme pero justa.
Por fuera eran la familia perfecta: numerosa, próspera, respetable. El chileno que había perseguido a la hija de Caruncho durante años finalmente había demostrado ser un buen marido. Sus hijos eran bien educados, bien vestidos, bien comportados.
Por dentro, por supuesto, era más complicado. Siempre es más complicado. Pero estaban bien. Funcionaban. Eran felices en la medida en que cualquier familia con catorce hijos puede ser feliz.
Y entonces llegó 1929.
Octubre negro
José Martín estaba en su taller cuando llegaron las primeras noticias. Era finales de octubre. Un cliente había mencionado casualmente algo sobre problemas en la bolsa de Nueva York. José Martín no le prestó mucha atención. Siempre había fluctuaciones en el mercado. Subía y bajaba. Eso era normal.
Pero al día siguiente los titulares eran más alarmantes: "Crisis en Wall Street", "Caída histórica de la bolsa", "Pánico en Nueva York". José Martín compró todos los periódicos que pudo encontrar y los leyó con creciente horror.
El mercado de valores había colapsado. En un solo día—el jueves negro, lo llamaban—había perdido once por ciento de su valor. El lunes siguiente perdió otro trece por ciento. El martes—el martes negro—perdió otro dieciséis por ciento.
En una semana, la bolsa de Nueva York había perdido cuarenta por ciento de su valor. Cuarenta por ciento. De los noventa mil pesos que José Martín había invertido seis años atrás, le quedaban cincuenta y cuatro mil.
Pero eso era solo el comienzo. Durante las siguientes semanas y meses, el mercado siguió cayendo. Y cayendo. Y cayendo. Para finales de 1929 había perdido casi la mitad de su valor. Para 1930, había perdido setenta por ciento. Para 1932, cuando finalmente tocó fondo, había perdido ochenta y nueve por ciento.
De los noventa mil pesos que José Martín había invertido, le quedaban menos de diez mil.
La herencia de su familia en Chile—la última conexión tangible con el imperio que su abuelo había construido—se había evaporado. No gradualmente, no por mala gestión, sino de golpe, en meses, arrastrada por una crisis que nadie había visto venir y que nadie podía controlar.
La conversación
José Martín no le dijo nada a María durante las primeras semanas. Seguía esperando que el mercado se recuperara, que esto fuera solo una corrección temporal. Pero no se recuperaba. Cada día traía peores noticias. Bancos quebrando. Empresas cerrando. Millones de personas perdiendo sus ahorros, sus casas, su futuro.
Finalmente, en diciembre de 1929, tuvo que decírselo.
Era de noche. Los niños estaban dormidos—los pequeños al menos, los mayores probablemente todavía despiertos leyendo o hablando en sus habitaciones—. José Martín y María estaban en su cuarto. Él había estado ensayando mentalmente cómo decirlo durante días.
—María, tenemos un problema.
Ella levantó la vista de su costura.
—¿Qué tipo de problema?
—Un problema económico. Grande.
Le contó todo. Las inversiones en América, el crash, la pérdida del ochenta por ciento del dinero. Cuando terminó, María había dejado la costura en su regazo y lo miraba con expresión inescrutable.
—¿Cuánto nos queda?
—Unos diez mil pesos. Y lo que quedó de la herencia de tu padre, que invertí en Europa y también ha bajado pero no tanto.
—¿Es suficiente?
José Martín hizo cálculos mentales rápidos.
—No. No para mantener a catorce hijos con el nivel de vida que tenemos ahora. Tendremos que hacer cambios. Grandes cambios.
María asintió lentamente. Después dijo algo que José Martín no esperaba:
—Los niños tendrán que trabajar.
La decisión terrible
Era impensable. Dos generaciones enteras de Guimaraens posteriores al abuelo José habían vivido sin trabajar, solo de las rentas. El abuelo José había trabajado—había construido su fortuna con sus propias manos—pero sus hijos y nietos habían sido rentistas, propietarios, caballeros que nunca habían tenido que ensuciarse las manos con trabajo real.
Y ahora, José Martín—que se había definido en documentos oficiales como "propietario y rentista" durante toda su vida adulta—tendría que decirles a sus hijos que esa vida se había terminado. Que tendrían que trabajar. Que tendrían que ser funcionarios, empleados, asalariados.
Fue un momento terrible para ambos. No solo por el dinero perdido sino por lo que representaba: el fin de una forma de vida, la ruptura de una tradición familiar, la admisión de que José Martín había fallado en su papel de custodio de la fortuna familiar.
—No es tu culpa —le dijo María—. Nadie podía prever esto.
—Debí ser más cuidadoso. Debí diversificar más. Debí guardar más en efectivo.
—Hiciste lo que cualquier persona razonable habría hecho. Todos estaban invirtiendo en América. Nadie pensó que esto pasaría.
—Pero pasó. Y ahora nuestros hijos pagarán por mis errores.
María tomó su cara entre sus manos, obligándolo a mirarla.
—Nuestros hijos estarán bien. Son fuertes. Son inteligentes. Y tener que trabajar no es el fin del mundo. La mayoría de la gente trabaja. Trabajar con dignidad no es una vergüenza.
Tenía razón, pero eso no hacía que doliera menos.
Los hijos empiezan a trabajar

José María consiguió un puesto en la Delegación Regional de Pesca en La Coruña. Era un trabajo modesto—funcionario, procesando papeles, sellando documentos—pero era respetable y pagaba un sueldo fijo. También trabajó como Director Técnico en un taller mecánico que regentaba su tío Manuel.
Vasco trabajó en la Dirección general de Policía. Antón empezó a trabajar como auxiliar de las oficinas del Cuerpo de Seguridad. Esther trabajaba de funcionaria. Poco a poco, cada hijo mayor fue encontrando su lugar en la burocracia española: empleos seguros, mal pagados, sin gloria, pero dignos.
José Martín veía a sus hijos salir cada mañana con sus trajes modestos y sus carteras de documentos, yendo a trabajos que no amaban pero que necesitaban, y sentía una mezcla de orgullo y culpa. Orgullo porque lo hacían sin quejarse, con la dignidad que María les había enseñado. Culpa porque sabía que si hubiera sido más prudente, más cuidadoso, más previsor, no tendrían que hacerlo.
Una noche, José María—el hijo mayor, ahora de veintitrés años—encontró a su padre en el taller.
—Papá, quiero que sepas algo.
—¿Qué?
—No te culpo por nada. Sé que te sientes mal por lo que pasó con el dinero. Pero no fue tu culpa. Y trabajar... no es tan malo. Me gusta tener mi propio sueldo. Me hace sentir independiente.
José Martín sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Eres un buen hijo.
—Aprendí de ti. Aprendí que lo importante no es cuánto dinero tienes sino cómo te comportas cuando las cosas se ponen difíciles.
Era, José Martín pensó después, quizás la lección más importante que podía haberles enseñado: que la dignidad no viene del dinero sino de cómo enfrentas la vida cuando el dinero desaparece.
El abuelo José había construido un imperio. José Martín lo había perdido. Pero sus hijos estaban aprendiendo algo que ninguna fortuna podía comprar: cómo ser fuertes cuando el mundo se desmorona a tu alrededor.
Y eso, decidió José Martín, valía más que todo el dinero del mundo.
Aunque todavía doliera admitirlo.
Capítulo 29: La guerra que lo cambia todo
El verano de 1936 comenzó como todos los veranos: caluroso, lento, con los niños más pequeños quejándose del calor y los mayores ya trabajando en sus oficinas. José Martín tenía cincuenta y seis años y sentía cada uno de ellos en sus huesos. María tenía cuarenta y nueve, el pelo casi completamente blanco aunque su cara seguía teniendo esa belleza melancólica que lo había cautivado treinta y dos años atrás.
Habían sobrevivido al crack. Los últimos seis años habían sido difíciles—viviendo de forma mucho más austera, dependiendo cada vez más de los sueldos de los hijos mayores—pero habían sobrevivido. La familia seguía unida. Los niños seguían sanos. Era suficiente.
Y entonces llegó julio.
El alzamiento
Las primeras noticias llegaron el 18 de julio. Un levantamiento militar en Marruecos. Generales rebelándose contra el gobierno republicano. Al principio parecía algo lejano, contenible. Solo otro golpe fallido más en la inestable política española.
Pero no fue contenible. En dos días, España entera se había partido en dos. Las ciudades, los pueblos, incluso las familias se dividían entre republicanos y nacionalistas, entre rojos y azules, entre el gobierno legítimo y los militares sublevados.
La Coruña cayó del lado de los sublevados desde el primer día. El gobernador militar declaró el estado de guerra. Las tropas tomaron el control de los edificios públicos. Cualquier resistencia fue aplastada rápidamente, brutalmente. Los dirigentes republicanos fueron arrestados. Algunos fueron ejecutados.
José Martín leía los periódicos—ahora censurados, controlados—con creciente horror. Esto no era un golpe. Era una guerra. Una guerra civil. Españoles matando españoles. Hermano contra hermano.
—¿Qué va a pasar? —preguntó María esa noche.
—No lo sé. Pero nada bueno. Las guerras civiles nunca terminan bien.
—¿Estaremos a salvo aquí?
—Aquí sí. La Coruña está firmemente del lado de los sublevados. No habrá combates aquí. Pero en el resto de España... —José Martín no terminó la frase. No necesitaba hacerlo.
José María se va
La noticia que José Martín había estado temiendo llegó dos semanas después.
José María—el hijo mayor, ahora de veintiocho años, casado con Carmelina García-Ramos, padre de un niños pequeño llamado también José María—entró al taller donde José Martín estaba intentando trabajar sin poder concentrarse.
—Papá, tengo que decirte algo.
José Martín supo inmediatamente por el tono de su voz.
—No.
—Me han llamado. Todos los hombres entre dieciocho y cuarenta años. Es obligatorio.
—Puedes esconderte. Podemos decir que estás enfermo.
—Papá, sabes que no puedo hacer eso. Y aunque pudiera... todos mis amigos van. Todos los hombres del trabajo. No puedo ser el único que se esconde.
—Puedes morir.
—O puedo vivir. Pero si no voy, soy un cobarde.
José Martín quería discutir, quería gritar, quería prohibirle ir. Pero José María tenía razón. No había elección real. En una guerra civil, la neutralidad no es una opción. Tienes que elegir un lado, aunque no quieras, aunque sepas que ambos lados están equivocados.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana por la mañana. Me reporto al cuartel a las ocho.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
—Todavía no. Pensé... pensé que quizás tú podrías estar conmigo cuando se lo diga.
Encontraron a María en la cocina con Rosa la cocinera, preparando la cena. Cuando vio sus caras, supo inmediatamente.
—No —fue lo único que dijo. Igual que José Martín.
—Mamá...
—No. No te voy a dejar ir a la guerra. No voy a dejarte morir.
—Mamá, no tengo elección.
María se apoyó contra la mesa, toda la fuerza saliendo de su cuerpo.
—Cuando naciste, cuando te sostuve por primera vez, juré que te protegería siempre. Que nunca dejaría que nada malo te pasara.
—Me protegiste. Me criaste bien. Me enseñaste a ser fuerte. Ahora tengo que usar esa fuerza.
María lo abrazó, llorando en su hombro. José María era alto ahora, más alto que su padre, más alto que su madre. Pero en ese momento era otra vez el bebé que María había jurado proteger.
—Prométeme que volverás —dijo.
—Te lo prometo.
—No. Prométemelo de verdad. Júramelo.
—Te lo juro, mamá. Volveré. Aunque tenga que arrastrarme desde el infierno, volveré.
La despedida
A la mañana siguiente, toda la familia se reunió para despedir a José María. Era temprano—las siete—pero todos estaban despiertos. Los pequeños no entendían completamente qué estaba pasando. Los mayores lo entendían demasiado bien.

José María se puso su uniforme nuevo—todavía olía a almacén, sin lavar—. Se veía extraño con él, más como un niño jugando a soldado que como un hombre yendo a la guerra.
Carmelina, su esposa, estaba en silencio, sosteniendo a su hijo José.
—Escribe siempre que puedas. Y José María...
—¿Sí, papá?
—Ten cuidado —le dijo José Martín a su hijo—. No te hagas el héroe. La única medalla que quiero que ganes es la de volver a casa vivo.
José María sonrió—esa sonrisa que era tan parecida a la de José Martín—.
—Lo intentaré.
María no podía hablar. Solo lo abrazaba y lloraba, sin poder soltarlo. Finalmente, José Martín tuvo que separarlos gentilmente.
—Tiene que irse, María. Si llega tarde, será peor.
José María se puso su gorra, tomó su pequeña maleta. En la puerta se giró una vez más, mirando a su familia: sus padres envejecidos, su esposa joven con su hijo, sus trece hermanos alineados en el pasillo.
—Os quiero a todos —dijo—. Nos vemos pronto.
Y se fue. Bajó las escaleras, salió a la calle de la mañana temprana, y desapareció doblando la esquina.
María se desplomó. José Martín la sostuvo, la llevó a su habitación, la acostó en la cama. Ella temblaba, sollozaba.
—Sí va a volver. Es fuerte. Es listo. Va a sobrevivir, decía José Martín.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tiene que hacerlo. Porque no puedo imaginar un mundo donde no lo haga.
Pero podía imaginarlo. Ese era el problema. Podía imaginar demasiado bien el telegrama llegando, las palabras terribles: Lamentamos informarle... Podía imaginar a María rompiéndose completamente, nunca recuperándose. Podía imaginar el agujero que la muerte de José María dejaría en la familia, un agujero que nunca podría llenarse.
Los tres años
La guerra que todos pensaban que duraría semanas se convirtió en meses. Los meses se convirtieron en años. Tres años de infierno.
María no durmió durante tres años. José Martín la escuchaba cada noche, moviéndose inquieta, levantándose a rezar, volviendo a la cama solo para levantarse de nuevo. Adelgazó hasta que sus vestidos le colgaban del cuerpo. Su pelo se volvió completamente blanco.
Rezaba rosarios interminables. Iba a misa todos los días—a veces dos veces al día—. Encendía velas a todos los santos. San Martín de Tours, patrón de los soldados. San Miguel Arcángel, protector en la batalla. La Virgen del Carmen, patrona del ejército. Cualquier santo que pudiera escuchar, cualquier santo que pudiera proteger a su hijo.
Las cartas de José María llegaban irregularmente. A veces dos en una semana, después nada durante meses. Estaba en el frente norte, después en Asturias, después en Castellón y Teruel. Los lugares cambiaban pero el mensaje era siempre el mismo: Estoy bien. No os preocupéis. Os quiero.
Pero María se preocupaba. Era imposible no hacerlo cuando los periódicos traían noticias de batallas terribles, de miles de muertos, de ciudades enteras destruidas. Cada día sin carta era un día de agonía, preguntándose si José María estaba muerto en alguna trinchera, si el telegrama terrible ya estaba en camino.
José Martín envejeció veinte años durante la guerra. Su pelo encaneció. Su espalda se encorvó. Desarrolló un temblor en las manos que nunca desaparecería completamente. Ya no podía hacer trabajos finos de ebanistería. Sus manos ya no obedecían como antes.
Escuchaba la radio obsesivamente, buscando noticias de los frentes donde José María estaba. Leía los periódicos—todos censurados, todos mintiendo de formas diferentes—. Intentaba descifrar la verdad entre las mentiras oficiales.
Las noticias eran terribles. Bombardeos de ciudades llenas de civiles. Ejecuciones sumarias de prisioneros. Hambre. Enfermedad. Atrocidades de ambos lados. España se estaba desangrando, matándose a sí misma, destruyendo lo que había tardado siglos en construir.
Pero todo estaba ensombrecido por la ausencia de José María, por el miedo constante de que la próxima vez que sonara el timbre sería alguien trayendo noticias terribles.
Madrid
En 1937, varios de los hijos fueron transferidos a Madrid por sus trabajos. El gobierno seguía funcionando, aunque estuviera en guerra. Los ministerios seguían procesando papeles, sellando documentos, manteniendo la ficción de normalidad.
José Martín y María decidieron mudarse también a Madrid con toda la familia. En parte para estar cerca de esos hijos. En parte porque quedarse en La Coruña—en el piso donde José María había crecido, rodeados de recuerdos—era insoportable.
Madrid estaba más cerca de la guerra pero también más lejos. Era extraño. Había sido sitiada, bombardeada, pero seguía resistiendo. Las calles tenían cráteres de bombas. Los edificios tenían agujeros de metralla. Pero la gente seguía viviendo, trabajando, fingiendo que todo era normal.
En Madrid, las noticias de la guerra eran más inmediatas, más reales. Escuchaban las sirenas de bombardeo. Veían los aviones pasar. A veces escuchaban las explosiones en la distancia. La guerra ya no era algo abstracto que pasaba en otro lugar. Estaba aquí, rodeándolos.
Pero también había algo de consuelo en estar todos juntos.
—¿Recordáis la Casa Caruncho? —preguntó Pilar una noche—. ¿Cuándo éramos pequeños y corríamos por ese pasillo largo?
—Parecía tan grande entonces —dijo Antón—. Como si pudieras correr para siempre.
—Todo parecía más grande entonces —murmuró María—. El mundo parecía más grande. Más lleno de posibilidades.
—Volverá a serlo —dijo José Martín, aunque no estaba seguro de creerlo—. Cuando termine la guerra, todo volverá a la normalidad.
—¿Qué es normal? —preguntó Esther, que tenía veinte años y apenas recordaba un mundo sin guerra—. No sé si recuerdo qué es normal.
Ninguno de ellos respondió. Porque la verdad era que ninguno estaba seguro de que "normal" existiera ya. La guerra había cambiado algo fundamental. Incluso si terminaba mañana, incluso si todos sobrevivían, nunca volverían a ser las personas que habían sido antes de julio de 1936.
La vuelta a La Coruña
Buena parte de la familia volvió a La Coruña. En la casa de Linares Rivas, una casa con un pasillo muy largo, José Martín dormía en literas con los varones y María Caruncho con sus hijas.
A María Caruncho le concedieron un estanco en La Marina, enfrente del teatro Colón.
1939: El final
La guerra terminó en 1939. Los nacionalistas ganaron. El gobierno republicano se rindió. Franco declaró la victoria y comenzó a construir su dictadura sobre las ruinas de la república.
Para José Martín y María, la política era secundaria. Solo importaba una cosa: ¿José María había sobrevivido?
La respuesta llegó una semana después del fin oficial de la guerra. Un telegrama, pero esta vez no con el temido sello negro de luto:
SIGO VIVO STOP ASCENDIDO A CAPITAN STOP VOLVIENDO A CORUÑA EN TREN STOP LLEGO VIERNES STOP JOSE MARIA
María leyó el telegrama y se desmayó. Literalmente se desmayó, cayendo al suelo. Cuando volvió en sí, estaba llorando y riendo simultáneamente, histérica de alivio y alegría.
—Está vivo. Está vivo. Gracias a Dios, está vivo.
La guerra había terminado y los hijos que trabajaban en Madrid serían transferidos de vuelta. Era hora de volver a casa.
El viernes fueron todos a la estación de tren: José Martín y María, Carmelina con los dos niños, José y Beatriz, que apenas recordaban a su padre, los trece hermanos. Esperaron en el andén, escaneando cada cara que bajaba del tren.
Y entonces lo vieron.

José María bajó del tren en uniforme de capitán, más delgado, más duro, con una cicatriz nueva en la mejilla izquierda y algo en los ojos que no había estado allí antes. Pero estaba vivo. Estaba aquí.
María corrió—literalmente corrió, algo que no había hecho en años—y lo abrazó tan fuerte que José María jadeó.
—Mamá, no puedo respirar.
—No me importa. No te voy a soltar nunca.
José Martín esperó su turno, después abrazó a su hijo. José María olía a tabaco y a sudor y a algo más—a guerra, a muerte, a cosas que José Martín no quería imaginar—. Pero estaba sólido, real, vivo.
—Lo prometiste —susurró José Martín—. Prometiste que volverías.
—Siempre cumplo mis promesas, papá.
Los hermanos se amontonaron alrededor, todos queriendo tocar a José María, asegurarse de que era real. Carmelina esperaba con los niños. José María se arrodilló frente a ellos.
—Hola, hijos. ¿Os acordáis de papá?
José María hijo—ahora de cinco años—simplemente saltó a sus brazos. Y José María lo sostuvo, cerrando los ojos, finalmente permitiéndose creer que realmente había sobrevivido, que realmente había vuelto a casa.
Febrero 1939
Pero la guerra dejó más heridas. En Febrero de 1939, Doña María Astray—la madre de María, que había vivido con ellos durante años—murió tranquilamente en su cama. Tenía setenta y tres años.
Había sobrevivido a su marido por veintidós años. Había visto crecer a sus diez hijos. Había conocido a decenas de nietos. Había vivido a través de una guerra civil y había visto a su familia sobrevivir intacta.
Su funeral fue pequeño, tranquilo. La guerra había terminado hacía solo meses. España todavía estaba en ruinas. No había dinero para grandes funerales, para ceremonias elaboradas.
La enterraron junto a su marido Don José María en el cementerio de San Amaro. María lloró, pero eran lágrimas diferentes de las que había llorado por su padre o por su hijo cuando pensó que lo había perdido. Eran lágrimas de alivio mezcladas con tristeza. Su madre había tenido una vida larga, había muerto en paz, rodeada de familia.
Esa noche, de vuelta en La Coruña, en el piso al que habían vuelto después de Madrid, José Martín y María se sentaron en el balcón mirando el mar.
—Hemos sobrevivido a todo —dijo María—. A la pérdida de fortunas, a la muerte de padres, a una guerra civil. Hemos sobrevivido.
—Nuestros hijos han sobrevivido —corrigió José Martín—. Eso es lo que importa.
—José María tiene algo en los ojos. Algo que no estaba allí antes.
—La guerra cambia a las personas.
—¿Crees que volverá a ser el mismo?
José Martín pensó en los horrores que su hijo debió haber visto, las cosas que debió haber hecho. Tres años en el frente. Tres años matando o siendo casi matado.
—No —dijo honestamente—. Nunca volverá a ser exactamente el mismo. Ninguno de nosotros lo será. Pero seguimos siendo nosotros. Seguimos siendo familia. Y eso tiene que ser suficiente.
María tomó su mano. Tenían cincuenta y dos y cincuenta y nueve años respectivamente. Habían estado casados treinta y dos años. Habían tenido quince hijos. Habían sobrevivido a guerras, pérdidas económicas, muertes, separaciones.
Y seguían aquí. Todavía juntos. Todavía de pie.
Abajo, el mar rompía contra las rocas con su ritmo eterno. España comenzaba su largo y difícil camino hacia algo que quizás algún día se parecería a la paz. La familia Guimaraens-Caruncho, magullada pero intacta, miraba hacia un futuro incierto.
Pero al menos era un futuro. Eso, después de todo lo que habían pasado, era más de lo que muchos tenían.
Era suficiente.
Por ahora, era suficiente.
EPÍLOGO: EL AGUA Y LA MEMORIA (1939-1975)
I. Los últimos años juntos (1939-1957)
José Martín y María vivieron sus últimos dieciocho años juntos en la casa de la Avenida Linares Rivas en La Coruña. No era la Casa Caruncho de su juventud, pero era grande y tenía vistas al mar. Tenía un tubo por el que se podía hablar con la portería, el antecedente del telefonillo.
Los hijos se casaron uno por uno y construyeron sus propias vidas:
José María, el mayor, ascendió en la carrera militar a Teniente Coronel de artillería. Posteriormente fue Comisario principal de la policía. Fue campeón de tenis de La Coruña. y tuvo cuatro hijos con Carmelina García-Ramos. Esta es su hoja de servicios.

Maruja, nacida en 1910, se casó con Vicente Ausina y tuvo dos hijos: Cachí y Chinina. Fue funcionaria de Hacienda. Siendo relativamente joven le tocó el gordo de la lotería.
Vasco, nacido en 1912, se casó con Tilita y tuvo tres hijos. Fue Comisario principal de la policía en La Coruña. Profesor de tenis en el Aeroclub de Santiago de Compostela.
Antón, nacido en 1914, se casó con María Dolores Juanena de Benicasim y tuvo dos hijos. Empezó como auxiliar de las oficinas del Cuerpo de Seguridad pero fundó JUNTAS CARUNCHO en Madrid, una empresa que llegó a tener cien empleados fabricando juntas para Renault 4L, Renault 12, SIMCA, SEAT 124, y fue el principal proveedor de los camiones Barreiros. Tenía ocho patentes registradas. Le tocó el gordo de la lotería. A su muerte la empresa desapareció cuando sus hijos discutieron por la herencia.
Fernando, nacido en 1916, se casó con María de los Ángeles Benedetti y tuvo cinco hijos. Trabajó en la SGA en Barcelona. De regreso a La Coruña fue Presidente del Moto Club Coruña.
Pilar, nacida en 1917, funcionaria de hacienda. Se casó con el jerezano Antonio Fernández Prieto, negociante a quien conoció en La Coruña cuando estaba destinado allí como militar durante la guerra. Tuvieron tres hijas jerezanas.
Esther, nacida en 1919, se casó con José Luis García Gallego y tuvo dos hijos. Trabajó como funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Olga, nacida en 1920, fue monja de la Compañía de María.
Eduardo, nacido en 1921, permaneció soltero. Apareció en los periódicos como actor de teatro y pintor.
Fue funcionario de Abastos. Le tocó el gordo de la lotería, pidió la excedencia y recorrió el mundo. De regreso a La Coruña trabajó con su tío Luis que era Corredor de comercio. Más tarde se reincorporó como funcionario en Medicina deportiva.
Javier, nacido en 1922, se casó con Carmiña Judel y tuvo cuatro hijos. Fue periodista, redactor jefe y subdirector de "La Hoja del Lunes" y redactor de "El Ideal Gallego". También fue escritor de teatro amateur.
Jaime, nacido en 1923, se casó con Dorita Martínez Somorrostro y tuvo cinco hijos. Empezó a trabajar en la firma "Bermúdez de Castro y Sánchez", que tenía la exclusiva para España de marcas como La Toja y Gillette. Después pasó unos meses en Barcelona trabajando con un tío suyo en la SGAE. Cuando regresó montó su propio negocio de joyería. Fue campeón gallego de tenis, deporte en el que también destacaron varios de sus hermanos y sobrinos.
Joaquín (Quiquín): se jubiló como Jefe de relaciones públicas del Banco Pastor. Fue el primer director del Palacio municipal de Deportes de La Coruña.
Berta: fue funcionaria del INSS. Fundó en La Coruña “Convivencias culturales”. Fue profesora de cocina y publicó varios libros de recetas.
Héctor: Técnico de Hacienda. Fue Administrador de tributos y Secretario General de coordinación de la Delegación Especial de Hacienda de Galicia.
Los domingos todos se reunían. Catorce hijos adultos con sus cónyuges, más de cuarenta nietos. José Martín se sentaba en medio del caos y se maravillaba: todo esto había venido de un flechazo en el Cantón Grande.
José Martín pasaba sus días en su taller, aunque sus manos temblaban. Los nietos lo adoraban. "El abuelo chileno", lo llamaban. Les contaba historias de Valparaíso, del abuelo portugués que había cruzado el océano.
María iba a misa todos los días. Su fe era lo que la mantenía.

El 7 de Enero de 1957 el matrimonio celebra las bodas de oro.
José Martín murió el 27 de febrero de 1957. Tenía setenta y siete años. María lo encontró en su taller, sentado en su banco de trabajo, como si se hubiera quedado dormido.
—Rompiste tu promesa —le dijo María suavemente—. Dijiste que morirías en tu cama, sosteniendo mi mano.
Pero no estaba enojada. Solo infinitamente triste.
A las pocas horas, el día 28 de febrero, nació un nuevo nieto, hijo de Jaime Guimaraens Caruncho, y le pusieron de nombre José-Martín.
II. Sola (1957-1975)
María vivió dieciocho años más sin José Martín. Fueron años de una soledad que nunca se acostumbró a sentir. Pasaba horas sentada en la butaca de José Martín, mirando el mar, pensando en el chileno loco que había quemado periódicos bajo su ventana. También regentaba un estanco que le había sido concedido.
Su salud empeoró gradualmente. Primero artritis, después el corazón, después los pulmones. Para 1970 necesitaba ayuda para todo. Los hijos se turnaban para cuidarla.
En diciembre de 1975 tuvo un derrame cerebral. La llevaron a casa de José María. No podía hablar claramente, apenas podía moverse.
Una tarde, Antón—el empresario exitoso que había heredado algo de la visión de su bisabuelo José—le mostró el marcador de libros. Ese pedazo de encaje con las iniciales MC que ella le había dado a José Martín cincuenta y un años atrás. Lo habían encontrado entre las cosas de su padre.
—Papá lo guardó todo este tiempo. Cincuenta años. Nunca lo tiró.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas. Sus labios se movieron sin sonido, pero Antón entendió: Lo amé. Dios, cómo lo amé.
María murió a las cuatro y veinte de la madrugada del 16 de julio de 1975. Antón estaba con ella. Sus últimas palabras fueron:
—José Martín.
Y después, nada.
III. La memoria del agua
La enterraron junto a José Martín en San Amaro. Dieciocho años habían estado separados. Ahora estaban juntos de nuevo. Para siempre.
En el funeral, Javier—el periodista, el que tenía don para las palabras—dio el elogio:
"Lo más notable de la vida de nuestra madre no fueron los grandes momentos—los quince partos, la guerra, las pérdidas—sino su constancia. Cada día, durante cincuenta años, amó al mismo hombre. Ese amor absurdo, imposible, que comenzó cuando un chileno loco quemó periódicos bajo su ventana. Un amor que produjo quince hijos, cuarenta y dos nietos, y más bisnietos de los que puedo contar. Ese amor es la verdadera inmortalidad de nuestra madre."
Años después, un bisnieto llamado José Luis investigaría la historia familiar. Seguiría el rastro desde Portugal hasta Chile, desde Chile hasta España. Y se daría cuenta de algo: la historia de su familia era la historia del agua.
El agua que el antepasado José Guimaraens había cruzado desde Portugal hasta Chile. El agua que José Martín había cruzado desde Chile hasta España. El agua que separaba continentes pero que también los conectaba, que llevaba historias de un lugar a otro.
El agua tiene memoria, dice un dicho popular. Y quizás era cierto.
José Martín y María tuvieron quince hijos. Cuarenta y dos nietos. Más de ochenta bisnietos. Incontables tataranietos.
Pero todo comenzó con un momento en el Cantón Grande, una mañana de marzo de 1904, cuando un joven chileno vio a una muchacha triste y decidió, sin razón lógica, que ella sería su esposa.
A veces las decisiones más absurdas son las que cambian el mundo.
O al menos, cambian tu mundo.
Y al final, ¿no es eso suficiente?
FIN DE LA SAGA FAMILIAR GUIMARAENS CARUNCHO
La memoria del agua
Una historia de tres océanos: el que José cruzó hacia el futuro, el que José Martín cruzó hacia el amor, y el que todos llevamos dentro, recordando de dónde venimos y quiénes fuimos antes de ser quienes somos.

Bonita historia
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